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San Malaquías, obispo y confesor (3 de noviembre)
Nacimiento: 1094 en Armagh, Irlanda
Muerte: 2 de noviembre de 1148 en Claraval, Francia, a los 54 años de edad
Canonización: 6 de julio de 1190 por el Papa Clemente III
Orden religiosa: Orden de San Benito
Ocupación: Abad, obispo y arzobispo
San Malaquías, cuya vida escribió San Bernardo, fue irlandés de origen, y sus padres muy distinguidos por la nobleza de su sangre, aunque la madre lo era más por el resplandor de su virtud. Sabiendo muy bien la religiosísima señora lo mucho que prenden en el alma las primeras impresiones, aplicó el mayor cuidado a inspirar en la de su hijo las de una sólida piedad desde la misma cuna; y dejando a cargo de los maestros el cultivar su entendimiento con las letras humanas, ella tomó al suyo el amoldarle el corazón a los principios de la religión, logrando el consuelo de que, dócil el tierno niño a uno y otro cultivo, correspondieron sus progresos en la virtud y en las letras a los desvelos de sus maestros y a la vigilancia de su madre. La suavidad de su genio lo hizo dueño de los corazones de todos; y sin dejar de ser niño, se notaba en él la prudencia y el juicio de un anciano, la pureza de un ángel y la humildad de los santos; de manera que en aquella tierna edad amaba la oración, tomaba gusto al silencio, y el recogimiento era todo su atractivo.
Meditaba con gusto en la ley santa del Señor, comía poco, se mortificaba mucho, le ocupaba enteramente la presencia de Dios; y concurriendo algunas veces con su maestro a una casa de campo, la vista de la naturaleza le elevaba hasta poner los ojos del alma en su soberano Autor. Levantaba sus puras manos al cielo para que subiese hasta él el holocausto de su purísimo amor, y el cielo recibía con gusto un sacrificio tan puro. Aquellos grandes principios prometían grandes fines, y los fines correspondieron a aquellos grandes principios. Al paso que iba creciendo en edad, iba también recibiendo de Dios luces más vivas, las que hicieron tanta impresión en su corazón, que al fin se resolvió a dejar el mundo.
Había en la ciudad de Ardinaka un hombre, cuya penitente vida se hacía admirar de cuantos tenían noticia de su austeridad y de su virtud. Lo buscó Malaquías con el fin de que le enseñase alguna regla para su dirección y gobierno personal. Asombró a todos la resolución del generoso mancebo. Sentado humildemente a los pies de Imacio (así se llamaba su maestro), le enseñaba a obedecer, y obedecía. Hizo conquistas su obediencia: todos antes se contentaban con admirar la penitente vida de Imacio; pero cuando vieron que el tierno Malaquías profesaba también la misma, se esforzaron otros a imitarle; y él, que hasta entonces era el único hijo de su padre espiritual, en breve pasó a ser el primogénito de muchos hermanos; pero sosteniendo siempre el honor y el carácter de la primacía, menos por la anterioridad en la disciplina, que por la superioridad en las virtudes.
Movido de esto el obispo, le ordenó [a Malaquías] de diácono a pesar de su modestia, que le obligaba a reputarse muy indigno del sagrado ministerio. Entró en él por la vocación de Dios, y le desempeñó con su gracia. Se propuso por modelo a San Esteban para las funciones del mismo ministerio, y copió perfectamente su inocencia, su celo y su caridad. Teniendo a su cargo el cuidado de las viudas y de los huérfanos, veló en la conservación de su vida: se hizo agente de los pobres abandonados, y con sus propias manos enterraba a los muertos. Ni al nuevo Tobías le faltó materia en que ejercitar la paciencia.
Tenía Malaquías una hermana que, no conociendo el valor de una obra de misericordia tan heroica, consuelo de los hombres y admiración de los ángeles, le pareció que con ella afrentaba a su familia; y un día le trató de simple, diciéndole colérica, que debía dejar a los muertos enterrar a los muertos, abusando de las palabras del Evangelio para fomentar su vanidad; pero el siervo de Dios no hizo caso de ella: la dejó hablar, y prosiguió en sus buenas obras. La dignidad con que Malaquías desempeñaba las obligaciones del diaconato, era el mayor panegírico de su mérito, y como una voz que estaba pidiendo a gritos el sacerdocio. Todos hallaban en él aquella eminente virtud y aquellos grandes talentos que deben caracterizar a los sagrados ministros del altar; solo Malaquías se consideraba indigno del sagrado ministerio, y fue menester toda la autoridad de su obispo, y toda la veneración que profesaba a los dictámenes de su director el bienaventurado Imar o Imacio para rendirse a recibir el orden sacerdotal. Fue presbítero a los 25 años de su edad, dispensándose con él, en atención al concepto de su eminente virtud y extraordinarios talentos, en la costumbre de aquel tiempo de no conferir el sacerdocio hasta haber entrado en los 30 años de edad.
Luego que Malaquías recibió la imposición de las manos, le encargó el obispo el cuidado de repartir al pueblo la palabra de Dios; y el nuevo predicador, poderoso en obras y en palabras, hizo en poco tiempo tanto fruto, que mudó desemblante toda la diócesis. Desarraigó del pueblo muchos vicios que parecía aspiraban a la prescripción. Corrigió innumerables abusos que presumían ya de legítima costumbre. Restituyó la disciplina a su antiguo vigor, y con la pureza de costumbres restauró la fe en todo el obispado. Era elocuente, y predicaba con celo y con visible unción; pero lo que más contribuía a las conversiones eran sus ejemplos. Veían todos en el altar a un serafín, en la conversación a un santo, y en el pulpito a un apóstol. Solo por motivo de caridad se dejaba ver en público. Por lo demás, toda su ocupación particular era el estudio en la ciencia de los santos. Acompañaban a todas sus acciones y palabras la dulzura, la mansedumbre, la mortificación y la humildad; y cedían todos los estorbos a la opinión de su virtud. Consiguió que en todas las iglesias de la ciudad y del obispado se cantase el oficio divino en las horas canónicas señaladas para eso; ejemplo que imitaron presto todas las ciudades de Irlanda. No solo restituyó en ella el canto del coro, sino también el uso de los sacramentos, con otras devociones muy conformes al espíritu de la religión; porque todas estas cosas, dice San Bernardo, estaban lastimosa y extraordinariamente olvidadas en aquellos pueblos.
Viendo Malaquías las bendiciones que derramaba Dios sobre sus apostólicos trabajos, pero desconfiando siempre de sus propias luces en las saludables reglas que había dispuesto para la reforma de las costumbres y para la restauración de la disciplina eclesiástica, determinó hacer un viaje a Lesmor para vivir algún tiempo a vista de Malech, obispo de la misma ciudad, reputado por uno de los más sabios, más prudentes y más virtuosos prelados de su siglo. Con ocasión de su residencia en Lesmor conoció a Cormach, rey de Mamonia, que –habiendo sido despojado de la corona por una tropa de sediciosos– solo pensaba en pasar el resto de su vida en el retiro de una soledad a no haberse visto precisado a volver a ocupar el trono muy contra su inclinación. Formó desde entonces el piadoso monarca tan elevado concepto de la eminente virtud de nuestro santo, que no solo le miró toda la vida con particular veneración, sino que le profesó tierna y estrecha amistad.
Estando en Lesmor, tuvo noticia [Malaquías] de la muerte de su hermana, aquella que tanto había censurado su devoción y su retiro; pero supo también que la muerte no se había anticipado a su conversión. Le mostró Dios en sueños a su hermana, que poco a poco y como por grados iba saliendo de las penas del purgatorio, y avanzándose hacia el eterno descanso a proporción de las oraciones y sufragios que el santo hermano ofrecía por ella. Pero lo que más le colmó de gozo fue la conversión de su tío materno, abad comendatario de Benchot, en cuyo monasterio no habían quedado otras señales de su antiguo esplendor que la multitud de sus ricas posesiones. Movido el tío de la santidad del sobrino, renunció en él la abadía, desamparada totalmente de monjes mucho antes de este tiempo; pero dotada de pingües rentas que había empleado muy mal. Aceptó el santo la abadía por consejo de su director el beato Imar; puso en ella monjes cuyo gobierno tomó a su cuidado, y aquel antiguo monasterio que de tiempo inmemorial había decaído de su primitivo lustre, le recobró bajo la dirección de nuestro santo, volviendo a ser el monasterio más ejemplar y más floreciente de toda Irlanda.
Era el ejemplo del superior como el alma de aquella fervorosa comunidad. En todos los ejercicios de la vida monástica se veía primero el abad. No era menester más que verle para aprender: sus obras eran la regla viva; sin más que ver los monjes al santo, se hacían santos. Nunca se dispensó en el menor de los ejercicios; la única singularidad que se le notó, fue que era mucho más austero consigo mismo de lo que prescribía el instituto. Pero lo que daba mayor eficacia a sus palabras y a sus ejemplos, fue el don de milagros con que Dios le favoreció. Un albañil de los que trabajaban en la iglesia nueva del monasterio recibió inocentemente un hachazo en el espinazo, a cuya violencia naturalmente había de espirar: acudió el santo a socorrerle, lo abrazó, y en el mismo punto quedó sin lesión alguna; pero todo el vestido hasta la carne quedó cortado para testimonio del milagro. Se apoderó de un monje un frenesí tan violento, que le hacía prorrumpir en los excesos más furiosos; hizo el santo sobre él la señal de la cruz y en el mismo instante quedó enteramente sano.
Habiendo muerto por este tiempo el obispo de Connerth, se unieron todos los votos del pueblo y del clero para colocar en su lugar a San Malaquías. Su resistencia solo sirvió para encenderles más los deseos. Se acudió a la autoridad del beato lmar, su perpetuo director, y la de su metropolitano el arzobispo de Armagh, para vencer su repugnancia y su humildad. No le hicieron fuerza las razones, y fue menester echar mano del precepto. Se le mandó obedecer y el santo, que era humilde porque era santo, obedeció. Fue consagrado a los 30 años de su edad, y aunque sintió todo el peso de la carga episcopal, cuyas obligaciones conocía, no se desalentó; antes se esforzó a desempeñar dignamente todas las funciones de tan tremendo ministerio.
Luego que tomó posesión de su silla, reconoció en sus ovejas más señales de gentiles que de cristianos, advirtiendo (como dice San Bernardo) que más venía a ser pastor de fieras que de hombres. Con efecto, los moradores de Connerth y de todo el obispado eran una gente feroz, que de tiempo inmemorial vivía casi sin religión. Su indocilidad, añadida a una brutalidad genial, había desterrado del país todo socorro y asistencia espiritual. El obispo no lo era más que de nombre: ni las ovejas conocían al pastor, ni el pastor a las ovejas, y viendo el pastor que no hacían caso de él, vivía siempre distante del rebaño. La mayor parte de las iglesias, o demolidas o profanadas; los sacramentos como abolidos por el no uso; de confesores y de penitencias no había que hablar; si se hallaban algunos sacerdotes, estaban tan confundidos con los legos por las costumbres y por el traje, que se podía concebir como desterrado el sacerdocio. Reinaban en todas partes las supersticiones y al lado de ellas todos los vicios.
Era universal la ignorancia, pudiéndose decir que en Connerth solo había quedado una sombra del cristianismo o un esqueleto de religión. Este fue el campo que tuvo que desmontar el nuevo obispo. Animado de un celo verdaderamente apostólico, no le acobardó el trabajo, aunque se le representó tan pesado, tan duro y tan ingrato. Hicieron cuanto pudieron para intimidar, para disgustar, y aun para cansar su celo, pero todo inútilmente. El primer cuidado del santo pastor fue ganar el rebaño, o a lo menos domesticarle con su mansedumbre y con su paciencia. Muchas veces fue despreciado, maltratado, y aun corrió riesgo su vida; pero nada entibiaba su ardiente caridad. Se mantenía intrépido en medio de los lobos, trabajando cuanto podía por convertirlos en ovejas. Sin dársele nada de su fiereza, ni de su rusticidad, los enseñaba en público, y los corregía en secreto.
Cuando veía frustradas todas sus industrias y trabajos, acudía a las lágrimas que derramaba por ellos en la presencia de Dios, pasando muchas noches enteras en oración para ablandar su piedad en favor de su pueblo. Iba por las calles y por las plazas públicas en busca de los que huían de oír su voz en la iglesia, expuesto a la gritería y a los escarnios de un pueblo brutal.
Andaba de aldea en aldea y de choza en choza con intolerables trabajos para distribuir a ingratos, y no pocas veces a sordos, el pan de la divina palabra, y hacia todos estos viajes a pie a imitación de los antiguos apóstoles. Salieron en fin victoriosas, a pesar de todo el infierno, su paciencia y su constancia. Se domesticó la ferocidad de aquellos pueblos; se ablandó la dureza de aquellos insensibles corazones; se movieron a vista de la perseverancia de su celo en medio de tantos trabajos; admiraron aquella invariable mansedumbre entre los más enfadosos contratiempos, y su cristiana paciencia entre las injurias más amargas. Fueron poco a poco acostumbrándose a oír la voz de su pastor: lo amaron, lo siguieron, y aquel pueblo, hasta entonces intratable, se hizo capaz de instrucción y de disciplina.
Restableció el orden en todas las cosas: se edificaron iglesias, se celebró en ellas el divino sacrificio, se cantaron regularmente las horas canónicas, se frecuentaron los sacramentos, volvió la religión a su primer esplendor, y ocuparon los ejercicios devotos el lugar que ocupaban hasta entonces las impías y gentílicas supersticiones. El amancebamiento cedió a la santidad del matrimonio, recobraron su primer vigor las sagradas leyes, y de todas partes se desterraron los abusos. Restituido el clero secular y regular a su primitivo esplendor, revivió la piedad, y en menos de dos años mudó de semblante todo el país; de manera, añade San Bernardo, que se podía decir de aquel pueblo lo que dijo Dios por el profeta Oseas: El que antes no me conocía, se hizo ya pueblo mío.
Tardó poco el Señor en acrisolar aquella nueva iglesia con una dura prueba, queriendo que purgase al mismo tiempo los desórdenes pasados. Obedecía la Irlanda a la sazón a cuatro o cinco reyes. El que reinaba en la parte septentrional de la isla entró en el obispado de San Malaquías, se apoderó de la ciudad episcopal, arruinó y asoló toda la campaña. Se vio precisado nuestro santo a refugiarse con ciento y veinte de sus monjes en los estados de Cormach, rey de Mamonia, a quien había tratado en Lesmor. Le conservaba el piadoso monarca una particular estimación, con una tierna amistad; y recibiéndole debajo de su protección con el mayor gozo, le consignó cierta posesión, con una considerable cantidad de dinero, para que fundase el monasterio, que se llamó de Brachi, recogiendo en él todos sus monjes; y el mismo rey se retiraba a él de cuando en cuando por muchos días para vacar únicamente al negocio de su salvación, bajo la dirección de nuestro santo, preciándose de ser discípulo suyo.
Enfermó gravemente por este tiempo Celso, arzobispo de Armach, y primado de Inglaterra; y hallándose cercano a la muerte, declaró al pueblo y al clero que no conocía otro sujeto más digno de sucederle que el obispo Malaquías. Clérigos y seculares, grandes y plebeyos, todos a una voz aplaudieron los deseos del primado, y a pesar de la resistencia del santo, fue colocado al frente de todo el clero de Irlanda. Por cierta especie de abuso y de la relajación inaudita se hallaba invadida la silla primacial por algunos intrusos que no eran siquiera sacerdotes; y cierta familia de las primeras de la isla había hecho como hereditaria en su casa aquella dignidad, tanto que sucesivamente la habían ocupado catorce o quince generaciones de la misma casa: desorden que por espacio casi de dos siglos había causado la ruina de la disciplina eclesiástica, y punto menos que el exterminio de la religión en toda Irlanda. Lo conoció así el arzobispo Celso, y por eso como hombre bueno y timorato puso los ojos en San Malaquías, pareciéndole que solo él era capaz de resucitar la piedad que San Patricio, apóstol de toda la isla, había introducido en ella.
Aunque era tan trabajosa aquella primera dignidad, el nombre solo de primado sobresaltó la profunda humildad de Malaquías; y fueron menester todas las instancias del beato Malch, obispo de Lesmor, íntimo amigo suyo, y toda la autoridad de Gilberto, legado de la Santa Sede, para reducirle a que le aceptase, y aun así no cedió hasta que se le amenazó con excomunión. Pero habiendo entendido que cierto Mauricio, de la familia de aquellos que se soñaban arzobispos hereditarios, se portaba como tal, añadió a su aceptación dos condiciones: la primera, que no había de entrar en la ciudad metropolitana hasta que muriese o se retirase el usurpador, temiendo ocasionar algún alboroto o acaso la muerte de alguna oveja suya, cuando solicitaba dar a todas la salvación y la vida; y la segunda, que si con el tiempo se lograba restituir la paz y la tranquilidad en el arzobispado, se había de colocar en el a otro más digno, permitiéndole a él retirarse a cuidar y a vivir con su primera esposa.
Hecho ya San Malaquías primado de toda Irlanda, muy en breve mudó de semblante todo el país. Se abolieron los abusos, se restableció el culto divino, se reformó el clero, y volvió a florecer la religión y la piedad en toda la isla. Pero no consiguió esto sin padecer mucho, aunque es verdad que Dios se declaró visiblemente por él con no pocas maravillas.
Cierto señor, de la familia de los usurpadores, le convidó a su casa con intento de matarle, pero luego que el santo se dejó ver en su presencia, lleno de confusión y de respeto, el usurpador se arrojó a sus pies, le declaró su mal intento, le pidió perdón, o imploró sus oraciones. Otro que no perdía ocasión, corrillo, ni concurrencia en que no despedazase el crédito del santo con todo género de calumnias, fue horriblemente castigado porque, inflamándosele de repente la lengua y llenándose de asquerosos gusanos, dentro de siete días murió miserablemente. En fin, otra señora de la misma familia, que estando el santo predicando, tuvo aliento para interrumpirle, tratándole de hipócrita y de usurpador de bienes ajenos, en el mismo punto fue asaltada de un frenesí tan furioso, que expiró exclamando que perdía la vida en castigo de su desenfrenada temeridad. A vista de los horribles castigos con que Dios escarmentaba a los enemigos del santo, y de los milagros que obraba, cesó el cisma, y sucedió a él la paz y la tranquilidad, que en poco tiempo restituyeron su posesión a la antigua piedad y a su primitivo esplendor la religión.
Viendo San Malaquías que todo estaba tranquilo y todas las cosas en su lugar, solo pensó en poner en ejecución la segunda condición con que había aceptado el arzobispado de Armach; y convocando al clero y al pueblo, hizo formal dimisión de él disponiendo que fuese elegido un sujeto muy digno, llamado Gelasio. No es fácil explicar la general consternación de todo el rebaño cuando oyó la renuncia del pastor. Consagrado Gelasio, se restituyó San Malaquías a su primera iglesia, dando nueva prueba de su humildad y de su desinterés; porque informado de que la ambición de sus predecesores había unido dos obispados en uno, quiso absolutamente que se dividiesen; y dejando al futuro obispo la ciudad y territorio de Connerth, él se fue a residir a Downe, diócesis mucho más pobre y mucho menos considerable, donde fundó una catedral de canónigos reglares, cuyo superior y modelo quiso él mismo ser.
Para proceder en todo con mayor seguridad, le pareció al santo obispo que debía solicitar la aprobación de la Silla Apostólica, y resolvió pasar a Roma personalmente para negociar con el papa que confirmase todo lo que había hecho, así en la metrópoli de Armach, como en la división de los dos obispados de Connerth y de Downe. Partió, pues, a pie y en secreto, acompañado de algunos discípulos, y haciendo todo lo posible para no ser conocido; pero habiendo llegado a York, le descubrió con mucho estrépito un gran siervo de Dios llamado Sicar, que tenía don de profecía.
Al pasar por Francia, quiso tener el consuelo de conocer de vista a San Bernardo, cuya fama había penetrado hasta Irlanda; y dirigiéndose a Claraval, fue recíproca la admiración y la alegría.
Malaquías encontró en el santo abad muchos más talentos, muchas más virtudes que las que publicaba la fama; y San Bernardo descubrió en el santo obispo una santidad más eminente, y muy superior a lo mucho que había oído decir de ella. Entablaron desde entonces los dos santos una estrechísima amistad, quedando San Malaquías tan edificado y tan maravillado de lo que estaba viendo en Claraval, que desde luego hizo ánimo de renunciar su obispado y retirarse a pasar allí el resto de sus días. Se arrancó con gran dolor de aquel santo monasterio, y habiendo pasado los Alpes, entró en Roma, donde fue recibido con ternura y con veneración del Papa Inocencio II. Le confirmó todo cuanto le propuso; pero cuando le tocó la renuncia del obispado, lejos de consentir en ella, le nombró por legado de la Santa Sede en toda la isla de Irlanda. Le puso el papa su misma mitra en la cabeza: le regaló la estola y manípulo de que usaba Su Santidad cuando oficiaba en los días solemnes; y colmándole de honores, le volvió a enviar a su iglesia. Pasó segunda vez San Malaquías por Claraval, y ya que no le fue posible excusar el dolor de no quedarse allí, se consoló con dejar cuatro discípulos suyos, los que más amaba, para que se formasen en la escuela del santo abad, partiendo con un oculto presentimiento de que había de venir a morir en aquel monasterio.
Aportó a Escocia el santo obispo, y pasando luego a besar la mano al rey, le halló muy afligido con el temor de perder al príncipe su hijo, que estaba peligrosamente enfermo. Le pidió el rey que hiciese oración por él. La hizo y el príncipe quedó sano.
Se embarcó de Escocia para Irlanda, y fue a tomar tierra en el monasterio de Bencor para que sus hijos espirituales fuesen preferidos en el gusto y en las gracias de su regreso. Desde el monasterio se comunicó la alegría a todas las regiones; pero el legado apostólico estaba tan muerto a sí mismo, que ni siquiera advertía en los honores que le tributaban: solo tomaba el gusto a una cosa, que era el que en todo se cumpliese la divina voluntad.
En todas partes sembraba para recoger en todas partes. No hubo rincón adonde no se extendiese su vigilancia pastoral. Todo aquello en que ponía la mano se veneraba como obra de Dios, porque todas sus empresas eran dirigidas por el Espíritu Santo. Era tan abundante en él la gracia del ministerio, que resallaba a lo exterior. La modestia parecía como retratada en su venerable rostro. No le cogerían en una palabra ociosa sus mayores enemigos. No notarían en él paso alguno que oliese a ligereza. Nunca perdía la paz en medio de los más graves y más pesados negocios, a todo atendía; pero a solo Dios se entregaba. Por este medio se conservaba siempre tranquilo. Eran tan de su gusto la pobreza, que ni siquiera tenía palacio episcopal: predicaba las más veces sin interés; y a ejemplo del Apóstol con el trabajo de sus manos ganaba el pan para sí y para sus coadjutores en el sagrado ministerio. Hacia ordinariamente las visitas a pie, sin miedo de que se desluciese por eso la dignidad de legado apostólico. Así lo había aprendido de los discípulos de Jesucristo: ejemplo tanto más admirable en él, cuanto más raro y menos imitado de otros. Siendo él mismo un prodigio de la gracia, ¿qué maravilla es le hubiese concedido Dios la gracia de obrar prodigios? Los obraba de todas especies: libraba a los energúmenos, sanaba a los frenéticos, hacia hablar a los mudos. Salía de él en abundancia la gracia de curaciones, y curaba las almas igualmente que los cuerpos. Había una mujer tan sujeta a los ímpetus de cólera, que era el más vivo retrato de una furia; y no pudiendo sus hijos vivir más en aquel infierno casero, la llevaron arrastrando a la presencia del santo obispo, el cual, como depositario de la mansedumbre de Jesucristo, no menos que de la vigilancia sobre su rebaño, tuvo lástima del infeliz estado en que se hallaba aquella pobre criatura. La retiró aparte y le preguntó si había hecho alguna buena confesión en su vida. Ella le respondió que jamás había tenido tal gana. Pues ahora la has de hacer, replicó el santo. La hizo, y el caritativo pastor, insinuando el espíritu de dulzura en aquella arrepentida pecadora, le mandó en penitencia que nunca se encolerizase, lo que ejecutó puntualmente. A la gracia de los milagros se le añadió el espíritu de profecía. Celebrando un día el santo sacrificio de la misa, conoció con luz sobrenatural que el diácono que le asistía se hallaba en mal estado. Concluido el sacrificio, le llamó a un lado, le preguntó lo que había pasado por su alma; confesó el diácono humildemente su falta, y cumplió la penitencia que le impuso.
A vida tan ejemplar solo faltaba una gloriosa muerte. La logró presto. Había vivido como los santos, y murió como los santos en la paz de Dios y en el ósculo del Señor. Dos cosas había deseado: morir en Claraval y morir el día de difuntosñ ambas las consiguió. Le obligaron los negocios de la legacía a emprender segundo viaje a Roma, y después de haber celebrado un concilio de los obispos de Irlanda, se puso en camino. Llegando a Claraval, aunque San Bernardo se hallaba a la sazón sumamente débil por una grave enfermedad que había padecido, le salió a recibir con todo el gozo que correspondía al recíproco amor que se profesaban. Se abrazaron tiernamente los dos santos, porque no hay vínculo más estrecho ni más vivo que el de la caridad de Jesucristo, y todos los monjes tuvieron parte en el gusto de su santo abad. Se dobló la alegría en aquel dichoso desierto con la presencia de San Malaquías, y se pasaron cuatro o cinco días en regocijo universal. Cantó misa pontifical el día de San Lucas; pero acabada la misa, cayó enfermo y todos sus hermanos con él, dice San Bernardo, sucediéndose el dolor al regocijo. Todos a porfía acudieron a asistirle y a aliviarle tomaba cuanto le daban; pero estaba muy seguro de que no había de sanar de aquella enfermedad. Pidió la extremaunción, y recibidos los sacramentos, se subió a la celda, y se volvió a la cama, porque había bajado a la iglesia en busca de la comunidad. Se agravó el mal hacia la noche, y mandó llamar a San Bernardo, y vuelto a los circunstantes: Con deseo (les dijo) he deseado celebrar esta pascua con vosotros. Rindo mil gracias a la bondad de mi Dios, porque se dignó cumplirme estos deseos. Se veía retratada en el semblante del santo moribundo toda aquella alegría que causa la esperanza de una vida eterna y bienaventurada. Consolaba a su querido amigo y a todos los demás: Cuidad vosotros de mi (les decía) que, si Dios me hace misericordia, yo cuidaré de vosotros. Me la hará sin duda porque he creído en Él, en aquel a quien todas las cosas son posibles. Amé a mi Señor, y los amé a vosotros: la caridad no se acaba. Levantando después los ojos al cielo, dijo: Mi Dios, guárdalos en vuestro nombre, no solo a los presentes, sino a todas los que trajisteis a vuestro servicio por mi ministerio. Se entretuvo después un poco con su Dios, y envió a descansar a sus hermanos. Hacia la media noche volvió a su celda la comunidad con muchos abades que habían concurrido a Claraval noticiosos de su peligro, y todos rezaban al rededor del santo prelado, que saltaba de gozo, porque iba a salir de este destierro. Así murió el santo obispo Malaquías, legado de la Silla Apostólica, a los 54 años de su edad, en el lugar y en el día que había deseado, llevada al cielo su alma por los santos ángeles, habiendo espirado en manos de San Bernardo y de sus hijos. Todos tenían clavados los ojos en él, y ninguno pudo advertir cuando espiró: tan parecida fue su muerte a un dulce sueño. El rostro quedó con bellísimo color, dejando el alma en el cuerpo aquel vestigio de la alegría de los santos, a cuyo espectáculo cesaron las lágrimas, y se apoderó el gozo y el consuelo de todos los corazones. Se dispusieron los funerales, y se cantó la misa con fervorosa devoción. Entre los que concurrieron a su entierro había un mozo paralítico de un brazo: le mandó acercar San Bernardo, le tomó la mano, y se la tocó a la del santo obispo. ¡Cosa admirable! Al punto se le restituyó a su estado natural y era que, como dice el Apóstol, todavía vivía en el muerto la gracia de la salud.
Propósitos
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
La fotos fueron tomadas de wikimedia.org
La Profecía de San Malaquías de los Papas y Antipapas
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