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San Isidro, Labrador (22 de marzo)
Isidro de Merlo y Quintana, que por su condición fue un pobre labrador, y por su santidad es ya patrono de la corte de Madrid, nació en Madrid en el año 1081, y se cree fue bautizado en la parroquia de San Andrés: fue hijo de padres humildes, pero temerosos de Dios, que pusieron al niño el nombre de Isidro o Isidoro, por la devoción que tenían con San Isidoro, arzobispo de Sevilla.
[…]
Habiéndose casado con una virtuosa doncella que se llamaba María, le inspiró desde luego su misma devoción y sus piadosas máximas; haciendo ésta tantos progresos en la virtud, que también es venerada como Santa. El único hijo que tuvieron por fruto del matrimonio imitó la piedad de sus santos padres, que le dejaron por herencia la posesión de sus admirables ejemplos.
Reconociendo San Isidro las virtuosas inclinaciones de su santa mujer, le propuso que en adelante habían de vivir como hermano y hermana, a lo que se obligaron con voto; y desde entonces fueron cada día más abundantes los favores que recibieron del Cielo aquellos dos castos esposos.
Como se vio precisado a mantenerse a sí y a su corta familia con el trabajo de sus manos, entró a servir con un vecino en Madrid, llamado Iban de Vargas, obligándose a cultivarle las tierras y las heredades, mediante el salario en que se concertaron. La nueva obligación no le estorbó para gastar el mismo tiempo que antes en sus diarias devociones. Madrugaba por las mañanas mucho antes de la hora destinada para salir al campo; visitaba algunas iglesias, y particularmente la de Nuestra Señora de Atocha, donde oía Misa cada día y hacía con fervor sus acostumbradas oraciones.
No faltaron muchos que censuraron su devoción. Como estaba asalariado, hubo algunos que le acusaron a su amo de que en lugar de irse al campo muy de mañana, como era de su obligación, se andaba visitando iglesias, dejando la tierra sin cultivo, y que así estaba manteniendo a un hipócrita o a un simple. Examinó Iban de Vargas lo que le decían y, hallando ser cierto que su criado iba todos los días a hacer oración a muchas iglesias, se persuadió a que sus tierras no podían menos de padecer detrimento por una devoción imprudente, que quitaba a las labores las mejores horas del día. Teniendo por seguro el sorprenderle, fue una mañana al campo, lleno de cólera; pero quedó admirado cuando a bastante distancia descubrió dos pares de bueyes, extraordinariamente blancos, que estaban arando a los dos lados de su criado. El ansia de saber lo que era le hizo acelerar el paso; pero luego que se acercó desaparecieron los bueyes. Ya se le había templado la cólera con lo que había visto; pero, creciendo el deseo de saber lo que era, saludó a su buen criado con mucho cariño, y le dijo con el mayor agrado: Isidro, dime con ingenuidad: ¿quiénes eran los dos que estaban arando contigo y desaparecieron luego que yo me acerqué?—Yo señor, respondió el Santo, no sé que me ayude otro que Dios, a quien invoco cuando me pongo al trabajo, y no le pierdo de vista en todo el día. Comprendió entonces Iban lo que significaba la visión, y conociendo también la santidad de su criado, le exhortó a que prosiguiese en sus diarias devociones, y más cuando reconoció que en todo el término no había tierras mejor labradas que las suyas, ni que prometiesen cosecha más abundante. Había recibido Isidro un don de oración tan elevado, que sus rezos eran una continua contemplación. Estando un día en la iglesia de la Magdalena, le vinieron a decir que acudiese prontamente a socorrer a su jumentillo, porque le iba siguiendo un lobo; prosiguió tranquilamente su oración y, saliendo después de la iglesia, halló al jumento paciendo en el prado, y al lobo muerto a sus pies.
La devoción que profesaba a la Santísima Virgen parecía haberse anticipado al uso de la razón. El Ave María era la oración de su cariño, y cuando hablaba de la Madre de Dios parecía anegarse, mostrando bien los términos en que se explicaba lo tierno y lo encendido de su amor.
Su caridad con los pobres era extrema, teniéndose a milagro las muchas limosnas que hacía; y, con efecto, hizo Dios muchos prodigios para acreditar su liberalidad y su confianza. Habiendo distribuido un día a los pobres todo lo que había en casa, llegó después uno, a quien no sufría el corazón de Isidro dejar sin limosna; la buscó su santa mujer con la mayor diligencia y, no habiéndola hallado, declaró a su marido que era imposible socorrer a aquel pobre. No tienes confianza, le dijo el Santo: anda, vuelve a buscar con más fe, y encontrarás qué dar. El suceso acreditó la profecía, porque de repente se halló la casa llena de una milagrosa abundancia. Concurrió un gran número de pobres, y la santa mujer conoció la virtud que tiene la caridad para hacer eficaz la confianza.
No solo autorizaba Dios la caridad de Isidro con los pobres; también hacía milagros para acreditar su compasión con los animales. Yendo un día a moler trigo, y estando el campo cubierto de nieve, reparó en un árbol gran multitud de pájaros, que se estaban muriendo de hambre; se compadeció de ellos, y apartando la nieve con sus manos descubrió un buen pedazo de tierra, y echó en ella una gran porción de trigo, diciendo con su acostumbrada sencillez y apacibilidad: Pajaritos, comed, que para todos da Dios abundantemente. Un amigo suyo que le acompañaba hizo burla de su sencillez y le tuvo por tonto, pero salió presto de su error; pues llegando al molino, vio que los costales de Isidro estaban más llenos que antes de haberlos derramado, y el mismo maligno censor fue después el pregonero de esta maravilla.
La buena economía con que gobernaba su casa, junto con la frugalidad y templanza con que vivía, no solo le pusieron en estado de no padecer necesidad, sino que le dieron con qué hacer limosna a los pobres todos los días. Nunca dejó de socorrerlos por miedo a que le faltase, y habiendo inspirado a su mujer la misma confianza en Dios, el mismo amor a los pobres, y el mismo desasimiento de los bienes y conveniencias de la vida, la hizo compañera de sus buenas obras…
Así vivía Isidro en aquella humilde oscuridad, desconocido de los grandes del mundo, confundido con los pobres labradores, y contado en el número de los que se llaman desgraciados de la fortuna, cuando quiso Dios recompensar la inocencia, la devoción y la caridad de su siervo, y confundir el fausto y el aparente esplendor de las grandezas humanas con los honores que le tenía prevenidos para después de su muerte.
Sintiéndose acometido de una grave enfermedad, conoció anticipadamente el dichoso día en que Dios quería terminar la carrera de sus trabajos. Se preparó con nuevo fervor para aquella última hora; su semblante siempre apacible y risueño, su devoción más tierna que nunca, su apacibilidad y su paciencia daban nuevo lustre a su santidad. Recibió los sacramentos con tanta devoción, que admiró y sacó lágrimas de ternura a todos los que le asistieron en la última agonía; en fin, abrasado del amor de Dios, lleno de virtudes y colmado de merecimientos, murió el día I5 de mayo del año 1172, de edad de casi 91 años, como prueba el P. Nicolás de la Cruz. Luego que expiró, manifestó Dios la gloria de su siervo con gran número de milagros, que hicieron glorioso y célebre su sepulcro por toda España. Con todo eso, por espacio de cuarenta años estuvo enterrado el santo cuerpo sin alguna distinción en el cementerio de la parroquia de San Andrés de Madrid, hasta que, creciendo cada día el número de los que venían a implorar su intercesión, quiso Dios, glorificarle sacándole de aquella humilde sepultura, y haciéndole después glorioso por toda la monarquía.
Se apareció en sueños San Isidro a un conocido suyo, y le dijo que hiciese sacar su cuerpo del cementerio de San Andrés, y que se le colocase en lugar más decente, dentro de la iglesia. Habiéndose descuidado éste en hacerlo, o por timidez o por desconfianza, al punto fue castigado con una grave enfermedad, de que no sanó hasta el mismo día en que se hizo la traslación del santo cuerpo. Se apareció el Santo a una virtuosa señora, y ésta fue más obediente. Dio cuenta al clero y a la justicia; se hizo una procesión al cementerio, y al primer golpe de azadón se tocaron por sí mismas las campanas de San Andrés, sin dejar de tocarse hasta que se acabó la ceremonia. A este milagro, de que fue testigo toda la villa, se siguió la vista de otro no menos admirable, que subsiste aún el día de hoy. Habiendo estado el santo cuerpo enterrado en el cementerio por espacio de 40 años, se halló tan entero y tan fresco como si estuviera vivo. Exhalaba una suavísima fragancia, que se dejó percibir de todos los asistentes, y no pudieron reprimir las lágrimas causadas de la ternura y de la devoción. Se envolvió el santo cuerpo en preciosas telas y, encerrado en una caja nueva, fue solemnemente trasladado a la iglesia de San Andrés, donde, después de más de 580 años, se conserva tan flexible, tan entero, y con el color tan natural como el mismo día en que se descubrió esta preciosa reliquia. De esta capilla fue trasladado el cuerpo de San Isidro, junto con el de su esposa Santa María de la Cabeza, el día 4 de febrero de 1769, a la Real Iglesia de San Isidro, hoy Catedral de la diócesis, donde continúan.
El tiempo que ha pasado desde aquella traslación hasta ahora, ha sido una continua serie de milagros, que ha obrado el Señor por la intercesión de San Isidro; lo que obligó al Papa Paulo V, después de las informaciones y solemnidades acostumbradas, a publicar la bula de su beatificación el año de 1619, permitiendo se celebrase todos los años la fiesta del Santo en los dominios del rey de España. Felipe III, que solicitaba con el mayor esfuerzo se abreviase cuanto antes esta beatificación, recibió prontamente el premio de su celo. Volviendo de Lisboa, cayó tan peligrosamente enfermo en Casarrubios del Monte, que los médicos llegaron a desconfiar de su vida. Experimentándose inútiles todos los remedios, se recurrió a la intercesión de San Isidro Labrador. Se estaba celebrando la Misa en honra del Santo en la iglesia de San Andrés, con asistencia de toda la clerecía de Madrid, cuando llegó un correo con la triste noticia de que el Rey quedaba a los últimos, perdido ya del todo el conocimiento. Fue general la consternación, pero la confianza en el Santo moderó las lágrimas, sobre todo cuando se divulgó en la villa que, a instancia de los magistrados, se había de llevar la caja del santo cuerpo al cuarto del rey enfermo.
Se hizo esta ceremonia eclesiástica con la mayor pompa y solemnidad, tanto, que más parecía triunfo que procesión. Se colocó la caja sobre una especie de carro triunfal, magníficamente adornado; iba a caballo toda la nobleza y todo el clero con hachas encendidas en las manos; se seguía una prodigiosa multitud de coches y carrozas con muchos coros de música, y un inmenso pueblo aumentaba continuamente el acompañamiento. Media legua antes de llegar a la casa real, se incorporaron más de seis mil personas, así eclesiásticas como religiosas y seculares, que habían concurrido procesionalmente de los pueblos circunvecinos. El príncipe heredero salió a recibir la santa reliquia con toda la corte hasta la entrada del parque, y la acompañó hasta el cuarto del Rey, su padre, donde estaba toda la casa real. La caja, conducida en hombros de los cuatro eclesiásticos más autorizados de la Iglesia de Madrid, se colocó en una especie de trono, debajo de un magnífico dosel. El Rey, que se había limpiado de calentura desde que la caja salió de la iglesia de San Andrés, se halló enteramente bueno luego que entró en su cuarto la reliquia. Se restituyó ésta a Madrid con igual triunfo; la acompañaban más de seis mil personas a caballo con hachas en las manos, y entró en la villa entre el estruendo de la artillería y el repique general de todas las campanas. A ningún monarca se le hizo jamás recibimiento más solemne que a aquel pobre labrador; tanto se hace respetar de todos la santidad. El año siguiente se colocó el santo cuerpo en otra caja más suntuosa de plata, que costó más de diez y seis mil pesos de oro; y todo el año se pasó en la corte de Madrid en fiestas públicas con extraordinaria magnificencia, así en el adorno de las calles como en el de los templos. Finalmente, el Papa Gregorio XV, a instancias del rey Felipe IV, y por satisfacer los ansiosos deseos de toda España, procedió solemnemente a su canonización el día 22 de marzo del año de 1622; y no se puede explicar la alegría y la magnificencia de los pueblos en celebrar la fiesta de este santo Patrón de la villa y corte de Madrid, y protector especial de todo el reino.
PROPÓSITOS
No nos pide Dios frutos de países remotos; solamente son de su gusto, por decirlo así, los que nacen en nuestro propio terreno. No es menester salir de nuestra condición o de nuestro estado, ni buscar otro empleo que aquel en que nos ha colocado la Divina Providencia; no es menester aguardar a edad más madura ni a vida más tranquila; cada día y cada hora se puede presentar a Dios un nuevo fruto; ya un acto de caridad que se ejercita, ya otro de mortificación o de humillación que se padece, ya la victoria de una pasión que se consigue, ya un sacrificio del amor propio que se hace. Pocas horas hay en que no se pueda practicar algún acto de virtud: ¿y cuántos actos de paciencia se podrán practicar en una hora? ¡En qué poco tiempo nos haríamos ricos de bienes espirituales, si nos supiéramos aprovechar de todo!
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
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