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Santa Teresa de Ávila (15 de octubre)
Nacimiento: 12 de marzo de 1515 en Ávila, España
Muerte: 4 de octubre 1582, 9PM, a los 77 años de edad
Beatificación: 24 de abril de 1614 por el Papa Paulo V
Canonización: 12 de marzo de 1622 por el Papa Gregorio XV
Orden religiosa: Orden de monjas de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo
Ocupación: Religiosa católica y escritora
Fue Santa Teresa la maravilla de su siglo, y es hoy la admiración del orbe cristiano. Nació en Ávila, ciudad de Castilla la Vieja, en España, el día 12 de marzo de 1515, siendo la menor de tres hijas que tuvieron Alfonso Sánchez de Cepeda y Doña Beatriz de Ahumada, ambos de antigua y calificada nobleza, muy respetados por ella, pero mucho más por su vida cristiana y por su grande piedad. Dedicaban su principal cuidado a la buena educación de sus hijos; pero le pusieron muy especial en la de esta última niña por el extraordinario despejo, viveza y capacidad que mostraba, muy superior su edad. Sobre todo la notaban, con singular gozo suyo, una inclinación natural a todo lo bueno y una anticipada y tierna devoción a la santísima Virgen. Era muy dedicado Alfonso de Cepeda a leer libros espirituales, y todos los días hacía que se leyese la vida de algún santo delante de toda su familia. Encontraba en esto grandísimo gusto la niña Teresa; y, no contenta con la lectura que oía, ella misma leía muchas veces con un hermanito suyo, llamado Rodrigo, de poca más edad, las historias y vidas de los Santos, sobre todo las de aquellas delicadas y jóvenes doncellitas que habían derramado su sangre por Jesucristo. Hicieron tanta impresión estos ejemplos en los tiernecitos corazones, que ambos resolvieron escaparse secretamente de la casa de sus padres para ir a tierra de moros en busca del martirio, teniendo a la sazón Teresa solo siete años, y Rodrigo diez. Ya estaban en camino, cuando los encontró un tío suyo, que los recogió a su casa. Pero, mientras tanto, estaba la niña Teresa tan preocupada del pensamiento de la eternidad, que no cesaba de repetir estas palabras: ¡Qué para siempre; qué sin fin! Y viendo los dos niños que no había forma de ser mártires, determinaron hacerse por lo menos ermitaños. Con este intento fabricaron en la huerta de la misma casa dos celdillas o dos pequeñas cuevas, que levantaron con ramas de árboles, adonde se retiraba Teresa muchas veces al día para hacer su oración, como decía ella, delante de una estampa que representaba a la Samaritana hablando con el Salvador junto al brocal de un pozo, desprendiendo desde entonces el Espíritu Santo en aquel inocente corazón algunas centellas de aquel sublime don de oración de que eran como preludios aquellos primeros ejercicios. El amor que profesaba a la santísima Virgen la inspiraba cien industrias para honrarla y para reverenciarla. Cada día rezaba muchos rosarios, ofreciendo al pie de la imagen algunas flores, y acompañando siempre estos pequeños presentes con alguna devota oración. Estos bellos principios que había producido la lectura de buenos libros se cortaron o se interrumpieron de repente con la de libros profanos. Perdió a su madre cuando tenía ya doce años, y comenzó a tomar gusto a los libros de novelas. Esta fue la primera causa de haberse resfriado en sus buenos deseos, y de ser infiel en todo lo demás. En estos libros aprendió la inclinación a las galas, a la profanidad, a sobresalir, a brillar y, en fin, el deseo de ser amada. Teniendo ya catorce años trabó comunicación con un pariente suyo, un poco ligero y desahogado, cuyo trato puso su inocencia en grandísimos peligros. De repente se acabo todo aquel espíritu de fervor y devoción, tanto, que hubiera pasado muy adelante aquel desconcierto de vida si, notándolo su padre, no hubiera aplicado pronto remedio, metiéndola de seglar en un convento de agustinas.
Antes de cumplirse ocho días en aquel recogimiento sintió poseído su corazón de un sumo disgusto y de un vivo dolor de todas sus vanidades, retoñando entonces todas las virtuosas inclinaciones de sus primeros años. Atribuyó esta mudanza a la particular protección de la Madre de Dios, a cuyos pies se postró luego que murió su madre, suplicándola que desde allí en adelante se dignase recibirla por su querida hija. Fluctuaba dudosa en la elección de estado, o religiosa, o de casada, cuando se halló acometida de una grave enfermedad, con cuya ocasión la sacó su padre del convento para curarla en su casa. Luego que se recobró algún tanto, la envió a una aldea, donde vivía una hermana suya, para que se acabase de reparar, y en el camino visitó a un tío suyo que hacía vida solitaria. Con las santas conversaciones del devoto ermitaño, y con la lección de libros espirituales, particularmente de las Epístolas de San Jerónimo, reconoció el peligro que había corrido de perderse eternamente; y a pesar del horror que la causaba la consideración de los trabajos y austeridad del estado religioso, especialmente en su delicada complexión, resolvió no abrazar otro. Le costo muchos ruegos y muchas lágrimas alcanzar el consentimiento de su padre; pero apenas salió de casa para ir al convento, cuando se sintió asaltada de una repugnancia tan extraordinaria, acompañada de tan vivos y tan agudos dolores, que la hubieran quitado la vida a no haberla sostenido Dios.
Victoriosa de este último combate, entró con heroico valor en el convento de las Carmelitas de Ávila, en el cual tenía una buena amiga, y fue su entrada el día 2 de noviembre del año de 1535, a los veinte de su edad. Apenas recibió el hábito religioso cuando se inflamó su corazón en las llamas del más puro y abrasado amor, recompensando el Señor la victoria, que acababa de conseguir con una inundación de gracias. Ninguna dificultad encontraba en el ejercicio de las más heroicas virtudes. Hambrienta de desprecios, de abatimientos y de mortificaciones, era su mayor gusto ejercitarse en los oficios más penosos y más humildes de la casa. Cilicios, capotillos, disciplinas, ayunos casi continuos, nada era bastante para saciar aquella grande alma. Estas penitencias alteraron extraordinariamente su salud delicada por su naturaleza. La acometieron unos males de corazón tan violentos y unos vómitos de tan mala calidad, que se llegaron a temer funestas consecuencias; pero estos males no impidieron su profesión. La hizo con tanta resolución y con tanto valor, que llenó de admiración a todos los circunstantes. Aun no estaban en aquel tiempo las religiosas obligadas a la clausura, y así la envió su padre, en compañía de la otra monja amiga suya, a casa de su hermana, para que se hiciesen algunos remedios. Por este tiempo ya la había Dios comenzado a favorecer con muchas gracias, que cada día iban en aumento; la elevaron a una altísima contemplación hasta la oración de quietud, y algunas veces hasta la de unión, concediéndola juntamente el don de lágrimas. Pero ni ella conocía entonces el inestimable valor de estas gracias, ni encontraba confesor que la entendiese ni comprendiese su interior disposición. Sin embargo, se consolaba y se aquietaba reconociendo que todo la movía a amar a Dios y a no perderle nunca de vista.
Con los remedios se acabó de arruinar enteramente su salud, mas no por eso se malogró su estancia en aquel lugar, pues fue ocasión de que se convirtiese un mal sacerdote, que había muchos años vivía licenciosamente. Se confesaba Teresa con él, y se movió tanto a vista de la inocencia de aquella pura alma, que él mismo la manifestó el miserable estado en que se hallaba, pidiéndola que le encomendase a Dios; y, habiéndose convertido, pasó el resto de su vida en ejercicios de la más rigurosa penitencia.
Sintiéndose Teresa cada día más enferma, en pocos días se halló reducida a la última extremidad. Se le contrajeron los nervios, causándole insoportables dolores. Se puso extremadamente flaca; le acometió una tos seca, el color era pálido, macilento y aplomado; todo indicios que obligaron a temer mucho por su vida. Viéndola su padre en aquel estado, se la llevó a su casa, donde apenas entró, cuando el día de la Asunción la asaltó un síncope, y cayó en un desmayo tan profundo, que la tuvieron por muerta por espacio de cuatro días. Al cabo de ellos volvió en sí; pero no se vio enteramente libre de tantos males hasta de allí a tres años, después que la inspiró Dios se encomendase al Patriarca San José, a quien reconocía deber su curación, y cuya protección aseguraba después no haber implorado jamás sin experimentarla pronta y favorable; por lo que hizo cuanto pudo para extender su devoción y su culto.
El recobro de su salud fue, por decirlo así, enfermedad, o por lo menos desmayo de su espíritu. Las frecuentes conversaciones que tenía con las personas que la habían visitado produjeron ciertas amistades que, aunque inocentes, no dejaron de perjudicarla. Ocupando el tiempo, en el coro y en el locutorio, muy en breve se disgustó del primero; tanto, que llegó a persuadirse era especie de hipocresía querer ser observante estando tan disipada: sobre este principio se dispensó en la mayor parte de los ejercicios de comunidad. Esta disipación la puso en evidente peligro de perderse; pero la detuvo Dios cuando estaba ya en el borde del precipicio. Habiendo muerto su padre, a quien salió a asistir en la última enfermedad, volvió a retirarse a su convento, resuelta a volver también al ejercicio de la oración, como se lo aconsejó con la mayor eficacia un religioso del Orden de Predicadores, con quien a la sazón se confesaba. Apenas volvió a este santo ejercicio cuando conoció toda la iniquidad y toda la amargura de su relajación. La detestó dolorosamente, y toda la vida fue motivo de su llanto. No omitió después día alguno la oración, aplicándose a ella con mayor tesón y con la mayor fidelidad, no obstante, el silencio del Espíritu Santo, que por espacio de diez y ocho años la ejercitó con una triste aridez y sequedad, privándola de aquellos consuelos celestiales con que en otros tiempos la había favorecido.
A la verdad, había cortado Teresa todo lo peligroso que podía haber en aquella comunicación con los seglares, pero no había roto del todo los lazos que tenían pegado su corazón a las criaturas. La solicitaba Dios interiormente a que se lo sacrificase todo; pero su corazón no se acababa de resolver a tan generoso sacrificio: situación triste y combate congojoso, que la tenían en una continua amargura. Neutral entre los dos partidos, no encontraba gusto cabal ni en el comercio del mundo ni en el servicio de Dios, siendo su grande valor y su mismo buen corazón los artífices de su mayor suplicio. Leyó por este tiempo las Confesiones de San Agustín, y esta lectura fue, por decirlo así, como el bosquejo de su perfecta conversión, cuya grande obra perfeccionó la inopinada vista de una pintura que representaba al Señor atado a la columna en el paso de los azotes. Fortalecida Teresa con una nueva gracia, rompió en fin todas las prisiones; y en el mismo instante se halló elevada a un grado sublime de contemplación. Pero como el Señor la tenía escogida para amada esposa suya, todavía quiso purificar su corazón con una sensibilísima prueba. Permitió que todos los confesores que buscó desaprobasen su espíritu, tratando de ilusión los favores que recibía del Cielo, condenando su modo de oración, y no queriendo creer que favoreciese Dios con tan singulares gracias a un alma inconstante que tantas veces le había sido infiel. Le atormentaba el temor de estar ilusa y engañada; pero una de las cosas que la mortificaban más era la publicidad de los particulares favores con que Dios le regalaba. Todos hablaban de ellos, unos para divertirse, teniéndolos por ilusiones, y otros para destemplarse, calificando a la monja por una insigne embustera. Se decía que pretendía ser tenida por santa antes de dar pruebas de buena religiosa, no cumpliendo con las obligaciones comunes, y aspirando a distinguirse por extravagancias y por singularidades. No eran sus hermanas las más indulgentes a cuenta de nuestra Santa. Esta opinión común se la hacía a ella misma muy verosímil, acordándose de su inconstancia y de sus pasadas ingratitudes; indecisión que la tenía en un continuo tormento, tanto más insufrible, cuanto era sumamente tímida y delicada en materia de ilusión. Ya deliberaba dentro de sí misma si dejaría enteramente la oración, cuando el Señor la consoló deparándola un confesor sabio, prudente y muy práctico en los caminos de la vida interior. Era éste un Padre de la Compañía de Jesús, el cual la prescribió el modo de gobernarse, y la aconsejó renunciase ciertas cosillas, que a la verdad no eran defectos esenciales, pero sin embargo la atrasaban mucho en los caminos de Dios. La mandó que meditase en la vida y misterios de Jesucristo, exhortándola a que hiciese más aprecio de la mortificación de las pasiones que de todas las devociones sensibles. Le hizo gran fuerza y le cautivó mucho esta suavidad del nuevo director. Empuñó las armas contra sí misma, se entregó sin perdonarse nada a todos los rigores de la penitencia, añadiendo a ésta más silencio, más retiro y mayor recogimiento.
Llegó por entonces a Ávila San Francisco de Borja, S.J.: consultó luego con él Santa Teresa sus dudas; y aquel grande hombre la respondió, sin objetar ni dudar, que todo lo que sentía era verdaderamente obra del Espíritu Santo; la encargó que no resistiese más a su divino impulso, aconsejándola que comenzase la oración meditando en la pasión de Jesucristo; y que, si el Señor la elevase a otro grado más sublime de contemplación, no se opusiese al celestial movimiento. Comprendió entonces Teresa la suma importancia de juntar siempre la mortificación del cuerpo y de los sentidos a la dulzura; de la contemplación; y desde aquel punto no había en el mundo cosa tan ardua que no estuviese pronta a sacrificársela a Dios por arribar a la perfección a que este Señor la llamaba. Hallándose en oración, tuvo el primer rapto, en que le apareció y le decía Jesucristo que desde allí adelante toda su conversación había de ser con los Ángeles; y desde aquel dichoso día se halló, por la bondad de Dios, como transformada en una persona muy distinta. Tanto se le daba que hablasen mal como que hablasen bien de ella; pero se le notó más delicada que nunca a la más leve sombra de pecado. Tomó por confesor, habiendo perdido al que tenía, al célebre Padre Baltasar Álvarez, de la misma Compañía de Jesús; y fueron maravillosos los progresos que hizo en la más elevada perfección con un director de tanto magisterio en la ciencia del espíritu.
Mientras tanto, no cesaba Dios de colmarla de favores, complaciéndose en aquella alma perfectamente purificada. Ya era su oración una serie no interrumpida de éxtasis y raptos, y en aquellas íntimas comunicaciones con su Dios se abrasaba su corazón en las llamas del amor más puro, y quedaba su entendimiento iluminado con ilustraciones sobrenaturales. Se le aparecía Jesucristo con mucha frecuencia, y se complacía el Celestial Esposo en enseñarla por Sí mismo los más elevados misterios. Era su deseo tener ocultos estos favores; pero siendo una de sus máximas obedecer escrupulosamente a sus directores, sujetando a su juicio todas sus visiones y todas sus más secretas inspiraciones, solo por no faltar a esta obediencia se vio precisada a manifestar dones tan preciosos; siendo esto mismo nuevo ejercicio de mortificación para ella. Pero como no siempre los hombres más sabios son los más prácticos en la vida espiritual, ni faltaron muchos a quienes se les hizo sospechoso el camino de Teresa. Se juntaron seis sujetos, que por su estado hacían profesión de hombres espirituales; examinaron y conferenciaron sobre las cosas de nuestra Santa, y resolvieron que estaba ilusa. Intentaron privarla de la sagrada comunión; pensaron en delatarla al Santo Tribunal de Inquisición, y discurrieron si la exorcizarían, considerándola poseída; y, en fin, no perdonaron a su director, que a la sazón se hallaba ausente, tratándole de hombre crédulo, fácil y ligero. Ni en Ávila, ni en la mayor parte de las universidades de España, se hablaba de otra cosa que de las imaginadas ilusiones de Teresa. No era posible martirio más doloroso, ni estado del alma más digno de compasión. Oprimida de tristeza, combatida de temores y anegada en lágrimas, se arrojó a los pies de un crucifijo, faltándole poco para expirar a violencia del dolor, cuando en el mismo punto oyó una voz interior que la decía: No temas, hija: Yo soy; no te abandonaré. A cuyas palabras se desvanecieron todas sus dudas y temores. Explicó su gozo en un torrente de lágrimas, y desde aquel día jamás se volvió a alterar la paz de su corazón.
Pero con este nuevo fervor comenzó a disgustarle un poco la vida mitigada de su convento; y después de una espantosa visión en que se le representaron los tormentos que le tenían prevenidos en el Infierno si hubiese continuado en la vida relajada, perpetuamente estaba ocupada en el deseo de hacer alguna cosa que acreditase al Cielo su humilde agradecimiento. Hablando después con una sobrina suya que estaba de seglar en el mismo convento, y con otra religiosa joven, de sus particulares amigas, se le escapó el decir, riéndose y como de burlas, que ya no le gustaba la vida de aquella casa. Pues bien, replicó la sobrina, retirémonos las tres, y hagamos otra vida más estrecha, para lo cual ofrezco desde luego treinta mil ducados. Cierta señora de mucha virtud le confirmó en el mismo pensamiento, y todas cuatro se obligaron muy de corazón y muy seriamente a llevarle adelante, después que Jesucristo declaró a Santa Teresa que, con efecto, la tenía destinada para fundar esta reforma. Asegurada ya de la voluntad de Dios, ningún estorbo fue capaz de acobardarla; y animada a la misma generosa empresa por el P. Baltasar Álvarez, su confesor, por San Pedro de Alcántara, y por San Luis Beltrán, de la Orden de Santo Domingo, dio al público aquel noble y grande intento, y comenzó a poner manos a la obra. Movió Dios en su favor al Papa, al Obispo de Ávila y a su mismo General, con cuya aprobación compró una casa para dar principio a la reforma. Pero las quejas de su convento de la Encarnación, las contradicciones de los Padres Carmelitas, la resistencia de la nobleza, la oposición de los magistrados, la murmuración de los pueblos y la formal contradicción de la ciudad metieron tanto ruido, que pareció contemporizar y sobreseer en la empresa. Entonces todo el mundo se desenfrenó contra nuestra Santa. Sátiras mordaces, interpretaciones malignas, feas y torpes calumnias, de todo se valió el Infierno para destruir la obra del Señor. Lo sufrió todo Teresa con heroica paciencia, y venció todas las dificultades con mucho más heroico valor. En fin, después de muchos lances llegó a sus manos el breve que la había despachado el Papa Pío IV para fundar la reforma, y entró en su nuevo convento, que quiso se consagrase con la advocación de San José, bajo cuyo nombre no había aún otra iglesia, entrando con la Santa otras cuatro doncellas de extraordinaria virtud, que ella misma había escogido para que fuesen los cuatro pilares de aquel espiritual edificio. Se hizo esta fundación con toda solemnidad el día 24 de agosto del año 1562, en cuyo día el mismo Obispo de Ávila bendijo la iglesia. Tal fue el nacimiento de aquella célebre reforma o, por mejor decir, de aquella nueva religión, que es uno de los más bellos ornamentos de la Esposa de Jesucristo, la Iglesia. Religión que, en más de doscientos años que ha que florece, no ha perdido un punto de su primer esplendor, ni decaído en el espíritu primitivo de su sagrado Instituto, donde se encuentra aquella numerosa multitud de vírgenes destinadas a seguir al Cordero inmaculado a cualquiera parte que vaya, las cuales, en medio de las más numerosas poblaciones, se saben fabricar el retiro de la silenciosa soledad, donde siempre se deja oír la voz del divino Esposo, y a quienes su santa Madre dejó por herencia el espíritu de penitencia y el don de oración.
Viendo Teresa que cada día se iba aumentando el número de sus hijas, se aplicó a disponer la regla y forma de vida que habían de observar. Puso por fundamento de su regla el ejercicio de la oración, acompañado de la mortificación de los sentidos. Entabló la más estrecha clausura, cerró los locutorios, prohibió el trato y comunicación con los seglares, y aun limitó las conversaciones de las monjas unas con otras, permitiéndoselas solamente breves y raras. Desterró todo comercio con el mundo, queriendo que sus religiosas no tuviesen otro recurso en sus trabajos que los consuelos divinos, los que son como hereditarios en ellas; reformó el hábito, mudando la estameña en grosera jerga, los zapatos en alpargatas o sandalias, los colchones en jergones de paja, y el alimento delicado en pobre y grosero sustento, siendo su voluntad que en todo reinase absolutamente la mortificación.
Luego que Santa Teresa hubo arreglado su convento de San José, no solo fue menester ensanchar la casa, sino multiplicar también el número de los conventos que abrazaron la reforma. Habiendo llegado a Ávila el General de los Carmelitas, formó tan alto concepto de la eminente virtud de nuestra Santa, quedó tan prendado de ver resucitada en el convento de San José la primitiva observancia de los antiguos Padres del Carmelo, que deseó ansiosamente la extensión de la reforma. Logró en breve tiempo ver cumplidos sus deseos. En menos de doce años fundó Santa Teresa los conventos de Medina del Campo, Malagón, Valladolid, Toledo, Pastrana, Salamanca, Alba, Segovia, Veas, Sevilla, Caravaca, Villanueva de la Serena, Palencia, Soria, Burgos y Granada. Mas no se pueden ponderar las maravillas que intervinieron en todas estas fundaciones. ¡Qué prodigios de confianza, de mortificaciones, de celo, de paciencia para llevar adelante sus proyectos en medio de tantas contradicciones y con la precisión de tantos viajes!
No le costó menos la reforma, de los frailes que la de las monjas. Los mismos estorbos tuvo que vencer, las mismas dificultades que superar; pero a todo fue superior su magnanimidad y su gran confianza en el Señor. Echaron los primeros cimientos de este célebre edificio los PP. Fr. Antonio de Heredia y San Juan de la Cruz. Después que la Santa les dio los estatutos que habían de observar, los acompañó a Valladolid, donde tomaron el hábito de la reforma, y los envió a Duruelo. El día 30 de noviembre del año de 1568 tuvo principio la reforma de los carmelitas descalzos que, animados de aquel espíritu interior que los dejó su santa Madre, dan a la Iglesia tanto honor con su ejemplar observancia, con el resplandor cada día más brillante de tantas religiosas virtudes, y con aquel apostólico celo que, pasando al otro lado de los mares, añade continuamente nuevas conquistas a Jesucristo en medio de los infieles.
Aunque obraba Dios tantos prodigios por medio de nuestra Teresa, no se limitaban precisamente a ellos los dones que recibía del Cielo. No hubo santa ni más ilustrada en los caminos de Dios, ni que poseyese la ciencia de los santos en más elevado grado de perfección, ni que fuese dotada de más claras luces ni de más celestial sabiduría; todo sobre el sólido cimiento de una profunda humildad. En virtud de esto, solo por pura obediencia a sus confesores dio al público tantas maravillas. Lo primero que la obligaron a escribir fue la historia de su vida; y no fue éste el menor sacrificio que hizo en ella. Compuso después el Tratado de la perfección, por orden de su confesor; el cual la mandó también que escribiese la historia de las fundaciones de sus conventos. A ésta se siguió el Castillo del alma, el tratado De los pensamientos del amor de Dios sobre el Cántico de los cánticos, obra admirable, que su profunda humildad condenó al fuego, y solo se pudo salvar de las llamas un trozo de la primera parte, que se encontró en la celda de una religiosa, la cual le había copiado de su mano para su uso. Las demás obras de la Santa son: El camino de la perfección, Instrucciones sobre la oración mental, Meditaciones para después de la comunión, y la colección de sus Cartas. Todas estas obras son a un mismo tiempo el mejor panegírico de su excelente entendimiento, el más vivo retrato de las sublimes virtudes de su abrasado corazón, y un inestimable tesoro con que el Espíritu Santo quiso enriquecer a su Iglesia.
Pero lo más admirable fue que aquella vida activa y laboriosa jamás alteró en ella el espíritu ni el recogimiento interior, sirviendo la multitud de ocupaciones exteriores para encender más y más el divino y amoroso fuego que inflamaba su amante corazón. Tan recogida en los caminos como en la celda, y semejante a los ángeles que nunca pierden de vista a su Dios, mientras hacen aquello para que fueron enviados, igualmente estaba unida a su Celestial Esposo en el tumulto de tantas ocupaciones que en el silencioso retiro de su oratorio. No parece fácil amar a Dios ni con mayor ardor, ni con mayor ternura, ni con mayor fidelidad; por lo que tampoco es fácil comprender cuánto era correspondida del mismo Dios. Las visiones celestiales llenas del mayor consuelo eran ya en Teresa como ordinarias. Oyó un día una voz que la decía: Hija mía, yo te di a mi Hijo y al Espíritu Santo por esposo; a mi querida Hija la Virgen por madre tuya: ¿qué podrás tú retribuirme por tan gran favor? Otro día vio junto a sí un serafín que, con un dardo de fuego, le traspasaba el corazón, quedando después pasmada y enajenada por espacio de dos o tres horas. En cierta ocasión, en uno de sus éxtasis, se la oyó exclamar: Divino Esposo mío, o ensanchad mi corazón, o limitad vuestros favores. A su encendido amor igualaba su insaciable deseo de padecer. El acto de amor que repetía más, y que fue como su particular diviso, era éste: O padecer o morir. En fin, no se puede reducir a la estrechez de un compendio una vida tan portentosa.
Conociendo la Santa que cada día se iba debilitando más, escribió a la mayor parte de sus conventos dándoles aquellos saludables consejos que más convenían a cada uno; pero a todos los encomienda la exacta observancia de las reglas más menudas, el frecuente y constante ejercicio de la oración, y el juntar siempre con el espíritu interior el de la continua mortificación. Exhorta a todas sus hijas a que procuren inflamarse en el más puro amor de Jesucristo, dedicándose a hacerse dignas esposas suyas: quiere que todas amen a la santísima Virgen como a su querida Madre, y señala por protector de toda la Orden al Patriarca San José. Las encarga a todas una santa simplicidad, y quiere se destierre para siempre de toda carmelita todo estudio ajeno de una mujer. Antes que se me olvide (escribe a la priora del convento de Sevilla). Muy buena está la carta del P. Mariano, si no tuviera latín. No permita Dios que mis hijas tengan la vanidad de ser latinas. No lo consienta otra vez ni le suceda. Más quiero que tengan la ambición de parecer sencillas e ignorantes, como muchas santas, que de querer ser retóricas.
El año de 1582, día de San Mateo, entró en Alba, oprimida y consumida de males; pero comulgaba todos los días con tal fervor, que no se reconocía en él su debilidad. Le sobrevino el día de San Miguel un flujo de sangre que la rindió a la cama, y pasó toda aquella noche y el día siguiente en muy fervorosa oración. El primer día de octubre hizo que le llamasen al P. Fr. Antonio de Jesús para confesarse. Le preguntó este Padre si, en caso de morir, quería que su cuerpo fuese llevado al convento de San José de Ávila, que era su propia casa. Pues qué, respondió la Santa, ¿tengo yo acaso en este mundo casa alguna propia? Y ¿no me darán aquí un poco de tierra para enterrarme? La víspera de San Francisco pidió el santo Viático y, juntando las manos, dijo a sus religiosas estas tiernas y últimas palabras: Hijas mías y mis señoras, les pido por amor de Dios que observen exactamente las reglas y las constituciones, y que no pongan los ojos en los ejemplos de esta indigna pecadora que está para morir; piensen solamente en perdonarla. Luego que entró en su celda el Señor Sacramentado, dándole fuerzas el amor a Jesucristo, se incorporó por sí sola en la cama; se le inflamó y animó el semblante; y volviendo los ojos a Jesucristo, arrojando centellas de amor por ellos, exclamó: Venid, Señor; venid, amado Esposo: ya, en fin, llegó la hora, y voy a salir de este destierro. Tiempo es ya, y es muy justo, que os vea después de este ardiente deseo que por tan largo tiempo me ha despedazado el corazón. En fin, después de haber recibido la Extremaunción, repitiendo muchas veces estas palabras: Yo soy hija de la Iglesia, abiertos los ojos y fijos en un crucifijo que tenía en las manos, rindió dulcemente su alma en la de Dios el día 4 de octubre, hacia las nueve de la noche, del año 1582, a los sesenta y siete de su edad, y a los veinte después de la reforma.
En el mismo punto que expiró la Santa se llenó su celda de una exquisita fragancia, que se difundió por todo el convento. Se le remozó el semblante, cubriéndose de un color fresco y rojo, y desapareciendo todas las arrugas de la vejez. El día siguiente fue enterrado con grande solemnidad el santo cuerpo, dándosele sepultura entre las dos rejas del coro; de manera que, así las religiosas de adentro como los seglares de afuera, se podían consolar con que le tenían dentro de su jurisdicción. Aun antes de enterrarla manifestó Dios con grandes milagros la eminente santidad de su fidelísima sierva, y después cada día se continuaban en su sepulcro. El día 4 de julio del año siguiente se abrió la caja, que estaba hecha pedazos por el peso de las losas que le habían echado encima, y por consiguiente llena de tierra y de humedad, la cual había podrido el hábito de la Santa; pero su cuerpo se encontró tan entero, tan fresco, tan rojo y tan flexible como si estuviera vivo, exhalando un suavísimo olor que embalsamó toda la iglesia y todo el convento. Se hallaba presente el provincial, quien le cortó la mano siniestra, y la envió al convento de Ávila; después hizo poner al santo cuerpo un hábito nuevo y, encerrándole en otra nueva caja, mandó que le volviesen a su primera sepultura. Tres años después fue elevado de la tierra el santo cuerpo y conducido a Ávila, habiéndose encontrado tan entero y tan fresco como en la primera visita. En fin, el año de 1589 el Papa Sixto V, a solicitud del duque de Alba, mandó que aquel precioso tesoro se restituyese al convento de Alba, donde se conserva hoy tan entero como el día de su muerte. Uno de sus pies fue enviado a Roma, al convento de las Carmelitas Descalzas, el año de 1615; y algunos años después, Isabel de Francia, reina de España y mujer de Felipe IV, logró un dedo de la Santa, que mandó engastar en un relicario de oro, y se le envió a su madre la reina Doña Maria de Médicis, la cual se le regaló a los Carmelitas de París. Fue beatificada Santa Teresa el año 1614 por el Papa Paulo V y solemnemente canonizada el de 1622 por el Papa Gregorio XV.
Propósitos
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
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