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Santa Isabel de Hungría, viuda (19 de noviembre)
Nacimiento: 7 de julio de 1207 en Sárospatak o Presburgo, Hungría
Muerte: 17 de noviembre de 1231 en Marburgo, Alemania
Canonización: 28 de mayo de 1235 por el Papa Gregorio IX
Santa Isabel, hija de Andrés II, rey de Hungría, y de Gertrudis, hija del duque de Carintia, fue una princesa según el corazón de Dios. Desde su más tierna edad fue prometida para esposo al Landgrave de Turingia, a cuya corte la llevaron cuando cumplió los cuatro años, y en ella se crio en compañía de la princesa Inés, hermana del príncipe, su futuro marido. La previno el Señor con las bendiciones de su dulzura; y en medio de su niñez, reconociendo la majestad de este gran Dios, se postraba penetrada de respeto en su divina presencia, como lo acredita el suceso siguiente: Criándose en compañía de la princesa Inés, se ponía siempre el mayor cuidado en que las dos princesas anduviesen uniformemente vestidas: iguales galas, iguales joyas, y en todas iguales insignias. Cuando iban a la iglesia les ponían en la cabeza unas coronas de oro, cuajadas de preciosa pedrería, y las acompañaba Sofía, madre del Landgrave de Turingia. Pero, luego que entraban en el templo, Isabel se quitaba la corona; y como la reprendiesen por eso, respondió la santa niña: No permita Dios que tenga yo valor para ponerme con una rica corona sobre la cabeza en la presencia de un Dios coronado de espinas y enclavado en una cruz por mi amor.
Una tierna princesa, en la flor de su edad, con todas las insignias de la soberanía, y en una corte tan brillante, empapada en máximas tan cristianas, muy desde luego arrebató hacia sí la admiración universal. No se hablaba de otra cosa que de sus raras virtudes. Hechizaba a toda la corte su modestia, su cordura y su tierna devoción. Confió Dios este precioso tesoro al Landgrave de Turingia. Se casó con ella luego que entró en los catorce años; más no por eso se dividió el corazón de la princesa. Con el mismo amor con que amaba a Dios, amaba a su marido. Cada día crecía su piedad, porque cada día descubría más y más lo mucho que dependía de Dios.
En cierto día muy solemne salió de su palacio, acompañada de una corte tan numerosa como brillante, soberbiamente vestida, y la corona en la cabeza. Rodeada con todo el esplendor de tanta magnificencia, entró en la iglesia, y el primer objeto que se le presentó a la vista fue la imagen de un devoto crucifijo, reducido por su amor a la desnudez de cruz. Movido su joven corazón a vista de tan doloroso objeto, inclinó hacia él con profunda veneración su coronada cabeza; y siendo sus ojos intérpretes fieles de sus interiores afectos, se desataron en lágrimas y, reprendiéndose a sí misma la devotísima princesa, se decía: Viendo estoy aquí a mi Creador, a mi Redentor y a mi Dios; Ěl expira en un infame madero, revestido únicamente de la afrentosa ignominia del Calvario; y yo, miserable de mí, ¿tengo aliento para presentarme en su templo revestida de púrpura y cubierta de pedrería? Una corona de penetrantes espinas ensangrienta cruel su divina, su delicada cabeza; y la mía ¿brilla con el resplandor del oro? Le abandonan sus discípulos, hartándole de oprobios los judíos; ¿y a mí todos se apresuran solícitos a honrarme, todos me respetan y me veo rodeada de una numerosa corte? ¿Es éste el profundo respeto con que debo venerar a mi gran Dios? ¿Es éste el agradecimiento de que por tantos títulos le soy deudora? ¿Es éste el amor con que correspondo a su amor? Así se desahogaba Isabel, cuando el dolor le asaltó hasta sofocarla la voz: se le mudo el color, se puso pálida, se pasmó, desfalleció. Se desmayó Ester a vista del aparato majestuoso del trono, y queda Isabel sin sentido a vista de la majestad de un Dios en cuya presencia se aniquila. Llevaba debajo de sus magníficos vestidos un áspero cilicio. Pero ¡quién podrá explicar dignamente su caridad con los pobres! Toda miseria enternecía su corazón, y su corazón enternecido desterraba con pronto socorro toda miseria. Como Dios es la misericordia misma, y nunca se deja vencer en punto de liberalidad, manifestaba con prodigios lo agradable que le era la caridad de Isabel.
Habían de comer en público los Landgraves un día de ceremonia: ya estaban esperando a Isabel para sentarse a la mesa, y la Santa iba con alguna prisa para que el Landgrave no aguardase tanto por ella, cuando oyó a un pobre que le pedía limosna. No tenía que darle a la sazón, y le dijo que tuviese un poco de paciencia, que muy presto se la enviaría; pero el pobre, que no entendía de razones, volvió a instar que no pasase adelante sin socorrer a un miserable. No pudo resistir a estas palabras su caritativo corazón; se paró y movida de compasión, mandó que diesen a aquel pobre su mismo manto, que no era de poco precio. La recibió el pobre y se salió al instante del Palacio. Un cortesano, que fue testigo de aquella acción caritativa, se adelantó para referírsela al Landgrave; éste salió al encuentro a Isabel, y la dijo: Pues, señora, ¿qué habéis hecho de vuestro manto?—Allí está colgado, respondió la Santa. Con efecto, se acercó el príncipe al sitio que señalaba la princesa, y vio el manto, lo tocó, y halló ser el mismo que había dado al pobre. Así autorizaba Dios con milagros la caridad de Isabel.
Movida de esta misma extraordinaria caridad, se resistía a vestir galas, por ahorrar con qué socorrer más abundantemente a los pobres. En cierta importante ocasión obró Dios también otro prodigio, para que no quedase avergonzada de que la viesen en un humilde traje menos correspondiente a su grandeza. Enviaba el rey de Hungría una solemne embajada al Landgrave su marido; y, como éste no la viese con toda aquella magnificencia que correspondía a la celebridad de la embajada, le dijo, no sin algún desabrimiento: Señora, estoy corrido de que no estéis vestida como era razón para recibir a los embajadores de tan gran rey.—Perded, señor, cuidado, le respondió la Santa: ya sabéis que nunca deseé agradar con mis vestidos a los ojos de los hombres, temiendo desagradar a los de Dios. Después que los embajadores expusieron su comisión al Landgrave, desearon besar la mano a la princesa. Los admitió a su audiencia, y luego que se dejó ver la Santa, aquel Señor que está vestido de gloria, cercado de magnificencia y todo cubierto de luz, derramó súbitamente sobre la princesa un esplendor tan extraordinario, que quedaron asombrados los embajadores. Embargadas las palabras con el pasmo, con la admiración y con el respeto, solo pudieron decir que no creían hubiese en todo el universo princesa más virtuosa ni de mayor mérito.
Sabiendo muy bien que la ociosidad es la cosa más opuesta a la verdadera virtud y devoción, empleaba en la labor todo el tiempo que le sobraba de sus ejercicios espirituales y obras de misericordia en que se ocupaba. Era verdadero retrato de Isabel el que hace el Espíritu Santo de la mujer fuerte en la Sagrada Escritura; humilde sin afectación, modesta sin artificio, vestida como correspondía a su elevación, pero sin profanidad, en todos inspiraba veneración a la virtud, haciéndola amable su apacibilidad y su modestia. Admiraba a todos el agrado con que recibía y con que trataba a todo el mundo. Una de sus principales atenciones era el vivir bien con el esposo que el Cielo le había concedido, cuidando de fomentar la paz y la virtud en su familia. Ni era la menor de sus prendas la vigilancia sobre todas las personas de su corte, y la exactitud en pagar el sueldo a los que estaban en su servicio, dándoles socorros y ayudas de costas extraordinarias en sus urgencias y necesidades; de modo que en su palacio todos la miraban como madre.
No consistía la labor de sus manos en obras de oro y seda, para emplearlas en la vanidad, trabajaba con sus damas en rastrillar y en hilar lana de que hacía fabricar paño para vestir a los pobres y a los religiosos de San Francisco; pero la labor más ordinaria y la que era más de su gusto era remendar los vestidos de los pobres, y lavar por sus manos la ropa de los altares. Sobre todo, triunfaba en los hospitales su heroica caridad, avergonzando, por decirlo así, con ella y con su fervor a las personas más humildes y más caritativas. No parecía posible caridad más heroica, y más verdaderamente real ni más cristiana que la de nuestra Isabel.
El año de 1225 afligió a toda Alemania una cruel hambre; y, aprovechando la ocasión de hallarse ausente el Landgrave, mandó repartir entre los pobres de Turingia y de Hesse todo el trigo que se había recogido en sus Estados. Y por que los pobres no tuviesen el trabajo de subir al castillo de Marburgo, edificado sobre un peñón elevado y escarpado, mandó fabricar un hospital muy capaz a la falda del peñasco, y todos los días bajaba a él la Santa a pie muchas veces para atender personalmente a todas sus necesidades. A unos hacía las camas, a otros los sazonaba por sus manos la comida, y a todos los servía con tanto celo, con tanto amor y con tanta solicitud, que desde entonces la comenzaron a llamar la madre de los pobres. A su vista se mantenían todos los días novecientos, sin los demás que de su orden se sustentaban en sus Estados.
Luego que el Landgrave se restituyó de su viaje a la Pulla, acudieron a él sus tesoreros, y le dieron grandes quejas de los excesos y de la profusión en limosnas de la princesa su mujer. El Landgrave, a quien los ejemplos de ésta habían hecho uno de los príncipes más cristianos del mundo, les respondió: ¿Ello no se ha perdido ninguna de mis plazas? Pues estoy muy contento, y no menos seguro de que nada me faltará mientras mi esposa la princesa tenga libertad para dar a los pobres lo que quisiere: máximas muy dignas de tan gran príncipe, a quien con razón se le apellidaba Ludovico Pío. Movido de esta misma generosa y sólida virtud, tomó la cruz en la Cruzada que el Papa mandó predicar contra los infieles para el recobro de la Tierra Santa. Solo el motivo de la religión pudo hacer soportable al príncipe y a la princesa una separación tan dolorosa; pero esto no fue más que un preludio de los sacrificios que quería el Señor le hiciese nuestra Santa.
Apenas llegó el Landgrave a Otranto en la Calabria, cuando cayó mortalmente enfermo, y murió en aquella ciudad el día 11 de septiembre del año de 1227. La noticia de esta muerte fue una de las más terribles pruebas que la princesa tuvo que sufrir. Luego que tributó los últimos fúnebres obsequios a la tierna memoria de su difunto marido, se despojó de todos sus ornamentos, y se vistió de lana como una mujer humilde y particular. Desprendida ya de lo que más amaba en la tierra, tardó muy poco en desembarazarse de todo lo que poseía en ella. A instancia de los grandes tomó el gobierno de los Estados el joven Enrique, hermano del Landgrave difunto. Se hizo causa a la princesa como disipadora en limosnas de las rentas del Estado. Se le despojo de todos sus bienes, se le arrojo ignominiosamente de Palacio, sin familia, sin criados y sin tren, reducida a pedir limosna. No hubo quien la quisiese recoger en su casa, por miedo al nuevo gobierno. Pasaba todo el día en la iglesia, y de noche se refugiaba en un establo medio derribado, donde solían abrigarse los mendigos, sustentándose con unos mendrugos de pan que le daban por caridad ocultamente y a escondidas. En tan universal abandono y en tan lastimoso estado, le salía al semblante la interior alegría del corazón, a pesar de un tratamiento tan indigno.
Desde la primera noche de su desgracia, y luego que amaneció el día siguiente, se fue a la iglesia de los religiosos franciscanos, y mandó cantar en ella el Te Deum, en acción de gracias. Inmediatamente después hizo voto de perpetua castidad, juntamente con dos damas suyas de honor que nunca la quisieron abandonar, teniendo la Santa a la sazón solos veinte años. No es fácil explicar lo mucho que tuvo que padecer de los parientes del Landgrave su marido, de los grandes del país y aún de sus más íntimos vasallos; permitiéndolo así Dios para que resplandeciese más su eminente santidad, y para dejar al mundo el ejemplo más ilustre de la paciencia cristiana.
Movido de compasión un santo sacerdote viendo que de todas partes la arrojaban, aún de los hospitales que ella misma había fundado, la quiso recoger en su casa; pero no bien había entrado en ella, cuando la hicieron salir con tropelía y con violencia. De esta manera, la hija de un gran rey, la mujer de uno de los príncipes más poderosos de Alemania, la madre del heredero de todos aquellos grandes Estados, y la madre de todos los pobres, se vio reducida a la última necesidad, a la más abatida y más lastimosa miseria. Pero un estado de tanta humillación y de tanto abatimiento no fue capaz de turbar su tranquilidad y su alegría, ni de alterar un punto aquella constante y dulcísima mansedumbre. Habiéndola reconciliado con Enrique, su tío, el obispo de Bamberg, hizo que se la entregase su dote. No bien le recibió, cuando le repartió entre los pobres; y queriendo consagrarse a Dios más perfectamente, tomó el hábito de la Tercera Orden de San Francisco, siendo después su más ilustre ornamento.
No contenta con padecer todo lo que podía ser más repugnante al amor propio, lo más duro, lo más fuerte, lo más insoportable a su cuna, a su elevación, a su estado y a sus floridos años, añadió a las antiguas penitencias otras nuevas que tocaban la raya de excesivas. Era todo su sustento unas hierbas o legumbres cocidas en agua, sin otra sazón ni salsa, y unos mendrugos de pan duro. Su vestido, de lana tosca sin teñir y de vil precio, cuando se rompía o estaba muy usado, le remendaba con los más humildes trapos que le venían a la mano; y, habiendo dado a los pobres todo cuanto tenía, hilaba lana para ganar de comer. Hizo fabricarse en Marburgo una choza de tierra cubierta de tablas tan mal unidas, que no eran capaces de defenderla contra el rigor de los temporales. En medio de estas voluntarias penitencias le servía de grande consuelo tener en su compañía a sus queridas Isintrudis y Guta, más amantes y más fieles a su señora en tiempo de su desgracia que en el de su mayor esplendor. También le pidió Dios este sacrificio; le costó mucho; pero se le consagró luego que su director, hombre interior y espiritual, le dio a entender que aquel apego era algún estorbo a la perfección.
No podía menos de ser muy poderosa con Dios una virtud tan eminente. Vio en sueños una noche el triste estado en que se hallaba la reina su difunta madre: se levantó de la cama, y se puso en oración pidiendo al Señor por el descanso de su alma. Se volvió a acostar, y en otro segundo sueño se le apareció la difunta reina, y le dio gracias por haberla librado de las penas que padecía, asegurándola que sus oraciones eran sumamente agradables a los ojos de Dios.
Vino a visitarla un caballero joven llamado Bertoldo, de vida muy estragada, y quedó tan compungido a vista de la modestia y de la virtud de la princesa, que le rogó le encomendase a Dios pidiéndole su conversión. Si hablas de veras y con sinceridad (le replicó la Santa), hagamos oración los dos. Luego que el joven se puso en oración con la princesa se sintió enteramente mudado, y su corazón tan penetrado de un vivísimo dolor por sus desórdenes pasados, que comenzó a exclamar: Basta, señora: oídas han sido del Señor vuestras oraciones; y, despidiéndose de Isabel, tomó el hábito de San Francisco, pasando el resto de sus días en pobreza, en oración y penitencia.
Muerta Isabel enteramente al mundo, solamente vivía en el amor de su Dios, a quien jamás perdía de vista. Era su vida una continuada oración, y su oración una contemplación elevada. La ternura y la confianza en la Santísima Virgen era la devoción de su cariño, no acertando a hablar de esta Señora sino arrebatada de gozo, y como extática de amor. Quiso, en fin, premiar el Cielo cuanto antes una virtud tan extraordinaria; y, habiéndosela aparecido Jesucristo, le convidó con la estancia feliz de los bienaventurados. Noticiosa del día de su muerte, se preparó para ella con renovación visible de su acostumbrado fervor; y aunque no era grave, al parecer, la enfermedad que sentía, quiso recibir los santos sacramentos; lo que hizo con tan tierna, con tan fervorosa devoción, que llenó de admiración a todos los circunstantes. Las conversaciones que tuvo después, todas eran de la mayor edificación, todas vivas y eficaces, dirigidas a ponderar las ventajosas dulzuras que se experimentan en el amor de Dios, y la despreciable vanidad de las grandezas humanas. Tres días antes de su muerte pidió que a nadie se dejase entrar en su cuarto, sino precisamente a los que podían ayudarla a bien morir. En fin, el día 19 de noviembre del año 1231 entregó dulcemente el espíritu en manos de su Creador, a los 24 años de su edad, siendo los cuatro últimos de su vida una cadena continuada de durísimas tribulaciones.
Cuatro días estuvo expuesto el cadáver, por el inmenso concurso de gentes que acudió de todas partes a venerarle con ansiosa devoción. Se enterró después con grande solemnidad en la capilla inmediata al hospital de Malburg, que la misma Santa había edificado, manifestando Dios, después de su muerte, la santidad de su fidelísima sierva con multitud numerosa de milagros. Se cuentan diez y seis muertos resucitados, sin una infinidad de enfermos desahuciados que cobraron la salud por su poderosa intercesión; tanto, que el Papa Gregorio IX, muy informado ya de la heroica santidad de la princesa, desde el primer año de su pontificado, cuatro años después de su muerte la canonizó y puso en el catálogo de los santos con solemnidad verdaderamente extraordinaria.
El año siguiente, que fue el de 1236, fue elevado de la tierra el santo cuerpo por el arzobispo de Maguncia y expuesto a la pública veneración de los fieles, asistiendo a esta ceremonia el emperador Federico II, el cual levantó el primero por sus imperiales manos la losa de la sepultura, y puso al cadáver una corona de oro en la cabeza. Se hallaron presentes a esta devotísima función el joven Landgrave Hermán, hijo de la Santa, y las princesas Sofía y Gertrudis, hermanas del Landgrave, y también hijas de la misma Isabel. El concurso de prelados y de príncipes del imperio y del otro gentío que acudió a esta solemne traslación del santo cuerpo fue tan grande, que se asegura pasaba de doscientas mil personas. Se extendió por toda la ciudad la suavísima fragancia que exhaló su sepultura, y fueron encerradas las preciosas reliquias en una rica urna que se colocó en el altar del hospital. Parte de ellas se trasladaron después a la iglesia de los Carmelitas de Bruselas, y parte a la magnífica capilla de Roche-Guyon, sobre el río Sena.
Propósitos
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
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