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San Vicente Ferrer, confesor (5 de abril)
San Vicente Ferrer, tan célebre en toda la Iglesia, y uno de los mayores ornamentos del Orden de Predicadores, nació en Valencia de España, el año de 1357, de una familia muy antigua, pero no menos acreditada por su piedad y por su caridad con los pobres que por el esplendor de su nobleza.
Entró en el mundo nuestro Santo enriquecido con tan noble natural y adornado de tan bellas inclinaciones, que fue su infancia como un preludio de aquel admirable celo y de aquella eminente santidad que hasta el día de hoy forman su más expresivo carácter. Desde luego fueron los pobres el objeto de su inclinación y de sus cariños. No podían dar al niño Vicente mayor gusto que encomendarle repartiese por su tiernecita mano la limosna. Los juegos con los otros niños de su edad eran siempre sobre cosas de devoción, y todos sus entretenimientos se reducían a hacer oración y a leer libros devotos. Fue niño poco tiempo y nunca se deslizó en los vicios de la juventud.
Era de ingenio vivo y penetrante y de memoria feliz. A los doce años comenzó la filosofía, dos años después la sagrada teología, en la cual hizo tan grandes progresos, que a los diez y siete años sabía más que sus maestros. Como iba creciendo en sabiduría, iba también creciendo en santidad. El estudio no le impedía la devoción. Le favoreció el Cielo con el don de lágrimas en una edad poco acostumbrada a semejantes piadosas impresiones. La materia más frecuente de su meditación era la Pasión de Cristo, y casi desde la cuna mostró su tierna devoción con la Santísima Virgen.
Acabados los estudios a los diez y siete años de su edad, le declaró su padre el intento que tenía de colocarle bien en el mundo, caso que no le llamase Dios al estado eclesiástico o religioso; pero quedó gustosamente sorprendido cuando oyó de boca de su hijo la resolución en que estaba de abrazar el instituto de Santo Domingo, donde florecían la sabiduría, el celo y el más ejemplar fervor. Admirado y enternecido el padre con la generosa resolución de su hijo, él mismo le condujo al convento de predicadores que había en la ciudad. Le presentó al prior, que le recibió como un don venido del Cielo, conociendo bien el inestimable valor del regalo que le hacía.
Aun no siendo más que novicio, se dudaba hubiese en la comunidad religioso más perfecto después de hecha la profesión religiosa, solo se dedicó a practicar la perfección de su estado; y así por la santidad de su vida, como por la eminente doctrina que adquirió en la carrera de los estudios, fue sin disputa uno de los hombres más sabios y más santos de su siglo.
A los veinticuatro años de su edad le nombraron los superiores para que explicase filosofía a los frailes del convento, lo que hizo con tanto crédito, que desde luego se declararon por discípulos suyos setenta estudiantes seculares. A vista de aquel primer ensayo de la sublimidad de su ingenio, juzgaron los superiores que para él era corto teatro Valencia. Le enviaron primero a Barcelona, y después a Lérida, que era a la ocasión celebérrima universidad de Cataluña. Allí recibió el grado de Doctor, siendo de edad de veintiocho años, por mano del cardenal Pedro de Luna, legado a la sazón de la Silla Apostólica en España. Vuelto a Valencia, el obispo, el cabildo y la ciudad le obligaron a explicar en público la Sagrada Escritura y a leer algunas materias de teología; pero, conociendo todos el eminente talento que tenía para el púlpito, no permitieron que le tuviese enterrado. Comenzó a predicar, y comenzó a convertir. No había obstinación que se resistiese a la fuerza y a la eficacia de sus sermones; y las grandes conversiones que hizo dieron luego a conocer que Dios había enviado en él al mundo un nuevo Apóstol.
Era notorio que un celo tan asombroso y una virtud tan sobresaliente habían de llenar de rabia al demonio, y que éste no había de dejar en reposo a nuestro Santo. Ningún medio perdonó para derribarle: hizo cuanto pudo para vencerle, o a lo menos para cansarle. Permitió Dios, para probar su fidelidad y para templar la vanagloria que le podía resultar de verse tan aplaudido, que fuese combatido de las más vergonzosas tentaciones; pero de todas salió triunfante sin menoscabo de su pureza.
El año 1394, muerto el antipapa Clemente VII, fue nombrado por antipapa en Aviñón el cardenal Pedro de Luna, que tomó el nombre de Benedicto XIII, mientras el verdadero Papa Bonifacio IX, sucesor del verdadero Papa Urbano VI, ocupaba la santa Silla de Roma.
No hacía un año que el santo estaba de vuelta en Valencia, cuando el antipapa Benedicto XIII le llamó a Aviñón, le hizo su confesor y le nombró por maestro del sacro palacio. Todo lo que tenía sonido o aire de dignidad era muy contrario al genio del humildísimo Vicente; pero, creyendo por error que oía la voz del verdadero Vicario de Jesucristo en un hombre, a quien España y Francia reconocían entonces por legítimo Papa, obedeció; aunque con un vivísimo dolor de ver el escandaloso cisma que afligía y despedazaba a toda la Santa Iglesia.
Hacía cerca de diez y ocho meses que estaba en Aviñón, cuando se vio asaltado de una violenta y maligna fiebre, que le puso en peligro de muerte. Estando ya para expirar se le apareció Cristo, y le mandó que, dejando la corte del antipapa Benedicto XIII, fuese a predicar como apóstol por todas partes. Su curación repentina y milagrosa fue prueba visible de la verdad de la aparición. Le ofreció el antipapa Benedicto XIII el obispado de Valencia y el capelo de Cardenal; pero ninguna cosa fue capaz de deslumbrarle ni de detenerle, y partió con carácter de legado apostólico del antipapa para predicar en todas partes el Evangelio.
Pero habiendo sabido que el verdadero Papa Gregorio XII había renunciado y el antipapa Juan XXIII había renunciado a sus falsas pretensiones y, para poner fin al cisma y dar paz a la Iglesia se habían sometido a la decisión del Concilio de Constanza, hizo cuanto pudo para reducir al antipapa Benedicto XIII a que imitase el mismo ejemplo; y, no habiendo podido conseguirlo, se separó de su comunión, y desde entonces lo trató como a cismático.
El verdadero Sumo Pontífice Martín V le hizo su misionero apostólico por todo el universo, y corriendo inmensos países con sus evangélicas misiones, en breve tiempo hizo mudar de semblante a casi toda la Europa. Dio principio a ellas por España el año de 1397, y obró tantas maravillas, así en el pueblo como en el clero, que las conversiones asombrosas que hizo en los reinos y provincias de Cataluña, Valencia, Murcia, Granada, Andalucía, León, Castilla, Asturias y Aragón, le merecieron el glorioso título de Apóstol de las Españas. Después entró en Francia, donde aún fue más abundante y más copiosa la mies. El Languedoc, la Provenza y el Delfinado correspondieron maravillosamente a sus apostólicos trabajos, y en cierta manera se puede decir que honraron mucho su celo por la reforma general de costumbres, que desde luego se dejó ver en todos los estados. Pasó a Italia, y corrió con iguales felicísimos sucesos toda la ribera de Génova, el Piamonte, la Lombardía y la Saboya. Penetró por Alemania, predicó en todo lo que baña el Rhin superior, y con tanto fruto en todas partes, que ya solo se le conocía por el nombre de Apóstol de toda Europa.
No es posible referir individualmente los viajes apostólicos, los excesivos trabajos, el asombroso fruto y todas las maravillas de este gran Santo. Solo con dejarse ver, se sentían movidos a lágrimas y a compunción los más endurecidos pecadores, acabando después su perfecta conversión la divina gracia, que siempre acompañaba a su triunfante elocuencia. Al don de lenguas y al don de la eficacia, acompañaba también el de milagros. Con todo eso, seguramente se puede afirmar que la que el Señor comunicaba a sus sermones no carecía menos de la fuerza de sus ejemplos y de la santidad de su vida que de la virtud de sus milagros y de la vehemencia de sus discursos.
Llegando a noticia del rey de Inglaterra las maravillas que obraba el Señor por su fiel siervo, le escribió una carta en términos muy respetuosos, y le despachó un gentil hombre para suplicarle le hiciese el gusto de extender hasta su reino los efectos de su apostólica caridad. Mandó equipar un navío a sus reales expensas, y le envió a las costas de Francia para que se embarcase en él nuestro Santo, a quien hizo en su recibimiento más honores que los que haría a un soberano. Predicó en las principales ciudades de Inglaterra, donde hizo tantos prodigios como los que había hecho en todas partes. Habiendo vuelto a Francia, recorrió muchas provincias de aquel reino, y siempre con igual fruto. Hallándose en Bourges el año 1417, recibió cartas de Juan V, duque de Bretaña, en que le suplicaba pasase a dar misión a sus Estados. En todas las ciudades de aquel ducado se le hizo el mismo recibimiento que se pudiera hacer al mismo Sumo Pontífice. El pueblo y las autoridades formando un cuerpo, y hasta los mismos obispos, salían a larga distancia a recibirle; cuando se acercó a la corte, salieron el duque y la duquesa con toda ella hasta media legua, y le condujeron como en triunfo a la ciudad. En toda la Bretaña y en toda la Normandía se conoció muy presto la general reforma de costumbres en la nobleza, en el clero y en el estado general; pero, en medio de estas asombrosas conversiones, consumó Vicente el sacrificio de su apostólica vida.
Debilitado por el rigor de tantas penitencias y trabajos, hacía mucho tiempo que vivía como de milagro, cuando cayó malo en Vannes. Los cinco compañeros españoles, que llevaba siempre consigo, y jamás se separaban de su lado, le hicieron grandes instancias para que se dejase transportar a Valencia de España, pretextando la necesidad de experimentar el más benigno temperamento de los aires nativos, aunque, en realidad, deseosos de que aquella ciudad, que había tenido la dicha de que naciese en ella al mundo y a la vida religiosa, lograse también el consuelo de darle sepultura. Pero quiso Dios oír las oraciones de los vecinos de Vannes, que no podían sufrir se les pretendiese quitar aquel preciosísimo tesoro. En fin, el día 5 de abril del año 1419, miércoles de la semana de Pasión, aquel gran Santo, tan célebre en todo el mundo cristiano por el inmenso número de conversiones y de milagros, tan singularmente venerado de los pueblos y de los grandes, consultado tantas veces de los sumos pontífices y de los mismos Concilios, dotado del don de profecía, y siendo la admiración del universo, murió en Vannes, casi a los 70 años de su edad, y a los 5 de su religiosa profesión.
Juan, duque de Bretaña, le mandó hacer magníficas exequias. La duquesa le lavó los pies por sus mismas manos, y Dios hizo muchos milagros por el agua con que se los lavó. Se cuentan hasta 870 los que hizo en vida; los que ha hecho después de muerto son innumerables y se aumentan cada día. Le canonizó el Papa Calixto III el año de 1455; pero la bula de su canonización no se expidió hasta dos años después por su sucesor Pío II. Todas las alhajuelas que le sirvieron en vida, son hoy digno objeto de la mayor veneración de los fieles, y obra el Señor grandes milagros por estas preciosas reliquias. Su sagrado cuerpo se conserva hasta el día de hoy en Vannes con tanta veneración como magnificencia.
REFLEXIONES
La felicidad de un hombre rico no consiste en sus tesoros, sino en sus virtudes. Siendo las riquezas un don de la liberalidad del Señor, es de admirar haga la virtud tan pocos progresos entre los ricos, cuando ellos debieran ser más virtuosos, a título de más agradecidos. Por eso debiera siempre triunfar la virtud en medio de la abundancia. Se logran con ella más medios para santificarse; pues ¿por qué los ricos no deberán ser más santos?
En medio de eso sucede casi siempre todo lo contrario. Los más poderosos, los que viven con mayores conveniencias en el mundo, no suelen ser los más santos, ni aun los mejores cristianos. La opulencia los pone a cubierto contra las miserias de la vida; pero ¿los exime acaso de las máximas del Evangelio? Porque tengan más bienes que los otros, ¿adquieren derecho para tener menos piedad y menos religión?
Se alborota, se escandaliza el alma de oír semejante proposición; pero ¿no hay sobrados motivos para hacerla? Una desordenada licencia de costumbres, una disolución desenfrenada de corazón y de espíritu, y una conducta, no solo poco cristiana, sino punto menos que impía, como la que se observa en la mayor parte de los que se llaman dichosos en el mundo, ¿no da bastante derecho para preguntarse la gente de distinción, si los hombres ricos gozan algún privilegio que los dispense en la severidad de la ley evangélica, o si la diversidad de condiciones supone alguna diferencia de mandamientos en la ley santa de Dios respecto de aquellos que profesan una misma religión? Pero, a menos que se ignoren los primeros principios del cristianismo, ¿se podrá dudar que esta ley es universal? No hay más que un Evangelio; luego no puede haber más que una doctrina. Una fortuna no esperada, una rica herencia, un negocio feliz sacó a aquél del polvo en que se hallaba; pues a dos días olvidó ya su primera condición; ¿y qué medios no aplica para olvidarla? Bien se puede decir que, siempre que hace fortuna la persona, la hace también el amor propio. Raras veces se separan de la prosperidad el orgullo, la delicadeza y el placer. Quien viere la mayor parte de las personas acomodadas y de grandes conveniencias, juzgará que la opulencia y la profanidad son títulos legítimos para ser poco cristianos; pero también lo serán para no salvarse. ¡qué maravilla tan rara es encontrar a un hombre sin mancha entre la prosperidad y la abundancia!
PROPÓSITOS
Si oyeres hoy la voz de Dios, dice el Espíritu Santo, no quieras endurecer tu corazón. Por esta palabra hoy, según el Profeta, se entiende todo el tiempo de esta vida, en el cual continuamente nos está hablando el Señor, ya por libros espirituales, ya por voz de los confesores, ya por el ejemplo de los santos, ya por los accidentes que suceden y ya por secretas inspiraciones: Nolite obdurare corda vestra. Guárdate de hacerte sordo a estas voces. No obedecerlas prontamente es casi lo mismo que no oirías, y con las dilaciones se va endureciendo el corazón insensiblemente; cuando habla Dios, todo debe callar, las pasiones, el amor propio, los respetos humanos. Examina hoy cuánto tiempo hace que el Señor te está hablando, te está llamando con golpes, con gritos, y siempre inútilmente. Pues tiempo vendrá en que callará. Considera bien qué desgracia será la tuya cuando cansado, enfadado el Señor de tu tardanza, ya no te hable palabra. Pero te puede, y aún debe servir de consuelo, que en esta misma hora te está hablando; estas reflexiones de lectura que ahora estás haciendo de este escrito, son voces suyas, y es cosa fácil entender bien su lenguaje. Desea que para siempre te pongas entredicho a tal juego, a tal comunicación, a tal concurrencia; quiere que reformes esa profanidad, esa suntuosidad tan poco cristiana, esos modales orgullosos, presumidos, desenfadados y altaneros.
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
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