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San Martín, Papa y mártir - Fue el último de los papas mártires (12 de noviembre)
Nacimiento: 21 de junio de 598 en Todi, Italia
Muerte: 16 de septiembre de 654 en Quersoneso a los 57 años de edad
Ocupación: Papa
Nació San Martín en Todi, ciudad de Toscana. Fue de familia muy calificada por su nobleza, pero mucho más ilustre por haber dado a la Iglesia de Dios un Pontífice tan santo. Cultivaron sus padres el ingenio del hijo con el estudio, y el Espíritu Santo tomó posesión de su corazón. Era de cuerpo airosamente dispuesto; pero su modestia hizo más hermosa a su alma en los ojos de Dios. Se dejaba ver el pudor como retratado en su semblante, y la pureza del corazón le salía a la cara en su modesta compostura. Se halló filósofo hábil y aventajado, y no por eso dio en el escollo de la vanidad. Supo ser sabio sin ser orgulloso. Su modestia derramaba en su sabiduría cierto resplandor, que le hacía brillar más. Consagró su erudición, consagrándose él mismo a los altares. Profesaba a la verdad aquel vivo amor que está pronto a derramar la sangre, cuando es necesario, para defenderla, no deseando vivir sino para Jesucristo; pero como la Divina Providencia le tenía destinado para el gobierno de su Iglesia, le dilató la corona del martirio, a fin de que la mereciese con sus trabajos y con el ejercicio de la paciencia.
Habiendo muerto el Papa Teodoro, fue colocado San Martín en el trono pontificio por unánime consentimiento de los votos. Llenó de gozo al Emperador, al Senado y al pueblo una elección tan juiciosa, gustando ya anticipadamente la felicidad que todos se prometían en el gobierno del nuevo Pontífice de Jesucristo. No se engañaron: tenía entrañas de verdadero pastor para con todas las ovejas que el Señor había puesto, por decirlo así, debajo de su cayado. Era dilatado el seno de su caridad, y en él hacía lugar a todos. La liberalidad le abría las manos para regar el campo de la necesidad, haciendo que corriesen al seno de los pobres los bienes que Jesucristo le había confiado para aliviar sus miserias. A los buenos religiosos los miraba con ternura, y recibía con admirable agasajo a los extranjeros. Después de haber ayunado todo el día, dedicaba a la oración gran parte de la noche. Procuraba enderezar a los que se descaminaban, y cuando los veía reconocidos y arrepentidos de sus defectos los consolaba, asegurándoles la misericordia del Padre Celestial, que no quiere la muerte del pecador, sino que se arrepienta y viva. Era un perfecto retrato de Jesucristo, soberano Pastor de nuestras almas.
Gozaba entonces la Silla Apostólica de mucha paz, y los fieles descansaban a la sombra de un padre común tan caritativo; pero los herejes excitaron una tormenta tan deshecha, que hubiera corrido peligro de naufragar la fe de aquellos, a no gobernar la nave un piloto tan diestro como vigilante. Confundían los monotelitas las operaciones en Cristo, defendiendo que no había en él más que una sola voluntad, sin rendirse a creer que en cuanto Dios tiene voluntad divina, y en cuanto Hombre una voluntad humana.
Había publicado el emperador Constante un edicto con nombre de typo o de formulario, en que, con el pretexto de cortar disputas, igualmente prohibía decir o enseñar que había dos voluntades en Cristo, como que había una sola; con cuyo arbitrio, favoreciendo a los herejes, dejaba sin libertad a los católicos para volver por la verdad. Luego que tuvo noticia de la exaltación de San Martín, no se descuidó en enviarle el typo, suplicándole que lo aprobase y confirmase con su apostólica autoridad, como providencia necesaria para poner fin a las perniciosas disputas que se habían suscitado en el imperio sobre puntos de religión; pero, penetrando muy bien el Santo Pontífice que el tal typo no era más que un sagaz artificio inventado por la política para descargar el golpe contra la integridad de la fe, insinuando en los ánimos el veneno del monotelismo, respondió generosamente que antes perdería mil vidas que aprobar semejante escrito; y que cuando todo el mundo se desviase de la doctrina de los Santos Padres, que todos reconocieron en Cristo un adorable compuesto de dos naturalezas enteras y perfectas, él jamás se apartaría de ella, sin que ni promesas, ni amenazas, ni tormentos, ni la misma muerte fuesen capaces de hacerle ser infiel al depósito de las verdades de la fe que se le habían confiado.
Después de una respuesta tan precisa y tan expresiva de la integridad de su fe, para cortar de raíz el mal que amenazaba a la Iglesia convocó en San Juan de Letrán, lo más presto que pudo, un concilio de ciento y cinco obispos, en el cual, sin acobardarle ni dársele nada por la indignación del Emperador, condenó su typo juntamente con la herejía de su abuelo el emperador Heraclio, y declaró excomulgados a todos los que la siguiesen. Después escribió a todos los obispos de la Iglesia católica una carta circular llena de vigor apostólico, acompañándola con las actas del concilio que se había celebrado. Confirió el Emperador el gobierno de toda la Italia a Olimpo, con expresa orden de arrestar a todos los obispos que rehusasen admitir, afirmar o defender el formulario de fe que se contenía en su edicto, pero muy particularmente a San Martín. Hizo Olimpo varías tentativas para dar gusto al Emperador; pero halló a toda la clerecía de Italia tan adherida a la fe ortodoxa [católica], que nada pudo adelantar por este lado; en vista de lo cual concibió el detestable intento de quitar la vida al santo pontífice al mismo tiempo que fuese a recibir de su mano la sagrada comunión. Mandó, pues, a un paje suyo (¡qué horror!) que le alargase la espada cuando estuviese en el comulgatorio para recibir la Hostia consagrada; pero hay un Dios protector de la inocencia. El paje quedó repentinamente ciego, sin poder discernir a San Martín, cuando dio a Olimpo la comunión. Así lo aseguró después él mismo con juramento. Mas no por eso se rindió el Emperador; antes, irritado cada día más contra la Iglesia romana por la constancia con que se oponía a todo lo que era contrario a la fe, hizo gobernador de Roma a Teodoro Galliopas, dándole por asociado a otro Teodoro, gentil hombre de su cámara, y encargándolos mucho que sobre todo se apoderasen del Papa. Lo hallaron en la iglesia de San Juan de Letrán, santamente empleado en cantar las alabanzas de Dios. Les salió al encuentro, acompañado de gran número de fieles y de toda su clerecía, la cual, sin tener miedo al gobernador, esforzando la voz, decía estas palabras: Anatema a todos los que dijeren o creyeren que nuestro santo pontífice Martín haya alterado ni el más mínimo artículo de la verdadera fe. Anatema también a todos aquellos que no perseveraren hasta la muerte en la fe ortodoxa.
Galliopas era político, y disimuló por entonces; pero a poco se apoderó del santo pontífice, sin dar lugar a sus clérigos ni a sus criados para poderle defender. Fue conducido a Messina, y desde allí a la isla de Najos, donde padeció muchas miserias. Desde allí le llevaron a Constantinopla, donde, después de ultrajes inauditos que los mismos gentiles se horrorizarían de hacer sufrir a la cabeza de la Iglesia católica, fue encerrado en una estrecha prisión, con orden de que ninguno lo supiese. Tres meses estuvo en ella sin hablar a persona viviente, y el mismo día de Viernes Santo le llevaron delante del Senado, no pudiéndose mover él por su extrema debilidad. Compareció, pues, delante del presidente, el cual le dijo: Habla, miserable, y di: ¿qué mal te ha hecho el Emperador? ¿Se ha apoderado de tus bienes? ¿Has recibido de él alguna injuria? No respondió el Santo palabra. Se citaron testigos falsos que le acusasen: entraron en la sala, se les recibió juramento sobre los Santos Evangelios, y depusieron contra él conforme a lo que se les había sugerido. Pero como en todas sus declaraciones no se podía encontrar cosa substancial contra un hombre santo, los obligaron con amenazas a deponer contra él delitos capitales. Salió del Senado el tesorero mayor para dar cuenta al Emperador de su negociación.
Mientras tanto, los ministriles expusieron al Santo en medio de la plaza pública; después le llevaron a una eminencia donde estaba el Senado, y donde el Emperador le podía ver desde su cuarto. Estando aquí el tesorero mayor, doblando los insultos y el desprecio, le dijo con fiereza: Ya ves que Dios te ha entregado en nuestras manos por haber conspirado contra el Emperador: tú abandonaste a Dios, y Dios te abandonó a ti. Mandó después que le quitasen las insignias de su dignidad; solo le dejaron la túnica, y ésta se la rasgaron de arriba a abajo por el medio: le echaron una cadena al pescuezo, con la cual le arrastraron a un cabalozo, y una hora después fue conducido a otra prisión.
El día siguiente fue el Emperador a ver al patriarca de Constantinopla Pablo, que se hallaba enfermo muy de peligro. Le refirió lo que se había ejecutado con el Papa, y el Patriarca, volviendo la cabeza a otro lado, exclamó con un profundo suspiro: ¡Desdichado de mí, Dios mió! Con esto se llenó la medida de mis pecados. Sorprendido el Emperador de aquella reflexión, le preguntó la causa; y Pablo respondió: Pues qué, ¿no es cosa lamentable tratar de esa manera a un obispo? Le suplicó después que no pasase adelante, y que se contentase con lo que había hecho ya con el santo prelado. ¡Ah, y a qué distinta luz se miran los objetos en la hora de la muerte!
En fin, el santo pontífice fue desterrado al Quersoneso, ¡y cuánto tuvo que padecer en aquel destierro! Pero Dios, dice el Profeta, proporciona los consuelos a los trabajos; cuanto más se padece hacia afuera, mayor es el consuelo que se experimenta hacia adentro.
Como San Martín tenía tan tierno amor a la Iglesia, oraba y ayunaba para alcanzar de su Esposo las gracias que había menester en aquellos días de tristeza. Pero viendo que cada día iba perdiendo más y más terreno, y conociendo que ya estaba muy cercana la muerte, escribió al clero de Roma una carta en que le daba cuenta de lo que padecía por la religión en defensa de la integridad de la fe, despidiéndose de él, y exhortándole a librarse del veneno mortal de la herejía.
Después de haber hablado así a los presbíteros de Roma, estando ya para consumar su sacrificio, habló a Dios de esta manera: Pastor eterno de los fieles, Jesucristo, mi Salvador y Señor mío, bien sabéis lo que he padecido hasta aquí por vuestro amor: poned fin a mi destierro, descargadme de este cuerpo mortal, para que vaya a cantar en vuestra santa Casa vuestras eternas bondades. Yo os encomiendo el rebaño que pusisteis a mi cuidado: acordaos, Señor, que es precio de vuestra sangre, y conquista de vuestro amor; dignaos protegerle por los méritos del príncipe de vuestros apóstoles San Pedro; haced que experimente los efectos de vuestra gran misericordia contra los esfuerzos de las potestades infernales que le pretenden devorar: oración muy correspondiente al carácter de un buen pastor.
Nunca fue más abrasado su amor a la Iglesia que cuando estaba para perder la vida. Habiendo combatido como héroe este glorioso mártir de Jesucristo, pasó a disfrutar en el Cielo de aquellas palmas que nunca se marchitan, regadas siempre con eternas e incomprensibles delicias. Sucedió su muerte el día 12 de noviembre del año 654.
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
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