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San Gregorio Taumaturgo, obispo (17 de noviembre)
Nacimiento: 213 en Neocesarea del Ponto (hoy en día Niksar, Turquía)
Muerte: 270 en hoy día Niksar, Turquía, a los 57 años de edad
Ocupación: Sacerdote y obispo
Fue San Gregorio de la ciudad de Neocesarea en el Ponto, y le llamaron Taumaturgo por la multitud y por la grandeza de sus milagros. Lo criaron sus padres en la idolatría, pero el Señor le hizo la gracia de atraerlo al conocimiento de la verdad. Como estaba dotado de un excelente ingenio, estudió la retórica con feliz suceso; pero como, por otra parte, era de un corazón tan recto, jamás se pudo acomodar a elogiar en sus panegíricos y declamaciones cosa alguna que no la juzgase verdaderamente digna de elogio.
En Cesárea de Palestina [Colonia Prima Flavia Augusta Caesarea] conoció a Orígenes, y se detuvo con él en compañía de su hermano Atenedoro. Conociendo Orígenes la excelencia de aquellos dos ingenios, se dedicó con el mayor cuidado a cultivarlos. Les enseñó la moral cristiana, tanto con sus palabras como con sus ejemplos. Les representaba sus propias pasiones como en un espejo animado, para que, viéndolas al natural, las cobrasen mayor horror, a lo que igualmente los excitaba con el ejemplo que con la voz. De filósofos los aleccionó para profetas y, explicándoles lo más oscuro de la religión, les hizo entender que en las cosas de Dios a solamente Dios se ha de oír y a los que Dios escoge para órganos de sus oráculos, no debiendo darse oídos a la sabiduría humana cuando se trata de la divina revelación.
Precisado Orígenes a retirarse de la ciudad de Cesárea el año de 238, por la persecución de Maximino, sucesor de Alejandro Severo, pasó Gregorio a la de Alejandría [en Egipto], adonde concurrían de todas partes los jóvenes profesores, por lo que florecían en ella los estudios de filosofía y medicina. Aunque todavía no estaba bautizado, era su vida tan ajustada y tan pura, que los demás estudiantes de su edad la consideraban como una tácita censura de la suya, o como una muda pero viva reprensión de sus desordenadas costumbres. Movidos algunos de ellos de emulación y de maligno despique, intentaron desacreditarle; y para eso se valieron de cierta mujer pública, muy conocida en toda la ciudad, la cual, hallándose Gregorio en una gran concurrencia, se llegó a él y con imprudentísimo descaró le pidió el precio de la torpeza que había cometido con ella. No sé inmutó nuestro Gregorio, y sin perder un punto de su ordinaria gravedad dijo fríamente a un amigo suyo que diese a aquella mujer el dinero que pedía, y prosiguió con serenidad en la conversación o en la disputa que estaba pendiente. Triunfaban ya los envidiosos libertinos del buen suceso de su calumnia. Pero apenas tomó en la mano el dinero aquella infame mujer, cuando se apoderó de ella el espíritu maligno y, agitándola con espantosas contorsiones, la hacía prorrumpir en aullidos y en bramidos que atemorizaban a todos los presentes. Revolvía espantosamente los ojos, echaba espumarajos por la boca, se arrancaba con furiosa rabia los cabellos feamente tendidos y desgreñados y, revolcándose rabiosamente por el suelo, confesaba a gritos su pecado. Se vio precisada a implorar la compasión del mismo Gregorio, a quien tanto había ofendido; y el Santo, aunque todavía catecúmeno, invocó sobré ella el nombre del Señor, y en el mismo punto quedó libre, comenzando ya a descubrirse el don de milagros en el siervo de Dios, aún antes de recibir el bautismo.
Lo recibió poco tiempo después, y la gracia del sacramento hizo desde luego en Gregorio uno de los mayores santos y de los hombres más grandes de su siglo. El alto concepto que formó del señalado beneficio que acababa de recibir de la mano liberal del Padre de las misericordias le inspiró tan vivos afectos de amor y de reconocimiento, que las expresiones con que él mismo los declara parecen voces de un hombre como fuera de sí y enajenado.
Habiendo estudiado cinco años en la escuela de Orígenes, se restituyó a su país, donde se despojó de todos sus bienes para revestirse mejor de Jesucristo, y se retiró a una soledad para entregarse totalmente al Señor en un tranquilo silencio. Le duró poco tiempo la vida de solitario, porque Fedimo, obispo de Amasea, prelado que había recibido de Dios el don de profecía y de sabiduría, entendiendo que Gregorio era un tesoro escondido en el desierto, resolvió sacarlo de él para enriquecer a la Iglesia. Era nuestro Santo como una antorcha debajo del celemín en la soledad, y pensó Fedimo colocarla sobre el candelero en el lugar más eminente, consagrándolo por obispo.
Luego que fue consagrado, se recogió delante de Dios y le pidió fervorosamente la luz que había menester para predicar el Evangelio. Se le apareció San Juan y la Santísima Virgen, y le dieron, según el orden de Dios, aquella instrucción qué fue tan célebre en la Iglesia, y se recitó en el quinto sínodo ecuménico y universal, cuya instrucción estaba concebida en estas voces:
No hay más que un solo Dios Padre, el cual es Padre del Verbo vivo, su sabiduría esencial, su poder y su eterna imagen. Él es el que, siendo sumamente perfecto, engendró un Hijo tan perfecto como Él. Es el Padre del Único Hijo. No hay más que un Señor, solo Hijo de solo el Padre, Dios engendrado de Dios, carácter é imagen de la Divinidad; palabra eficaz, por la cuál fueron formadas todas las criaturas; verdadero Hijo del verdadero Padre; Hijo invisible del Padre invisible, incorruptible del incorruptible, inmortal del inmortal; Hijo eterno del que es desde toda la eternidad. No hay más que un solo Espíritu Santo, que procede de Dios, y fue manifestado por el Hijo a los hombres. Es imagen perfecta del Hijo, y una imagen perfecta del que es perfecto, vida y principio de la vida de los que viven; la fuente santa, la misma santidad, y el Autor de la santificación. Por Él fue manifestado Dios Padre, que es sobre todas las cosas y en todas las cosas, y Dios Hijo, que está igualmente en todas partes. Esta es la perfecta Trinidad; que no es dividida, sino Una en la gloria, en la eternidad y en la soberanía [el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de un solo principio: qui ex Patre, Filioque procedit].
Con la provisión de este sagrado depósito se encaminó a Neocesarea, donde estaba bien atrincherado el demonio. Pero el nuevo David de la ley de gracia se dispone para atacar, en nombre de Cristo y de su Madre, al Goliat de la gentilidad: atácale, arróllale y destrúyele. Entró San Gregorio en la ciudad, pero ya se había anticipado a ella la fama de sus prodigios: pasó por medio de una inmensa multitud de idólatras sin mirar ni a uno solo, como si pasara por el más silencioso desierto. Les admiró más aquélla modestia que los había admirado la fama de sus milagros. Convirtió desde luego a muchos y, creciendo cada día el número y el fervor de los fieles, determinó fabricar una iglesia que fuese capaz de contenerlos a todos. Escogió para esto el mejor y más elevado sitio de la ciudad; pero encontró el estorbo de un gran monte, que ocupaba parte del plan que había trazado. Lleno de fe y de confianza se puso en oración y, terminada ésta por un prodigio inaudito, se retiró aquel monte, dejando libre el espacio que era necesario para el grande y sagrado edificio.
Tenía abierto el corazón para todos, y todos recurrían a él en sus necesidades. Sea una de las pruebas éste maravilloso suceso. Había en aquella provincia un río que, especialmente en el invierno, salía tan furiosamente de madre, que inundaba todo el país, causando grandes estragos. Acudieron al santo obispo los habitadores de aquel paraje, y le suplicaron que se compadeciese de ellos. Fue el Santo en su compañía, llevando en la mano un bastón para su descanso, y por el camino los fue hablando sobre el importante negocio de la salvación. Llegando todos al sitio donde se rompía el dique, les dijo Gregorio que solo al poder de Dios pertenecía señalar a las aguas los límites que no podían traspasar y que, siendo solo Dios el que podía dar las leyes a la naturaleza, de solo Él debían esperar el milagro de ver detenidas y suspensas las aguas de aquel río. No les dijo más: invocó el nombre de Dios Todopoderoso; fijó el báculo en la tierra (prodigio maravilloso); el báculo seco echó raíces y se hizo un árbol corpulento, contra el cual venían á estrellarse las olas de aquel río cuando estaba más hinchado y más enfurecido, ni más ni menos como se estrellan cada día las encrespadas ondas del mar contra un blando banco de arena. No es nuestro ánimo referir aquí todos sus estupendos milagros; basta decir que su vida fue un milagro continuado.
Sostuvo su rebaño con la virtud de su oración durante la persecución de Decio, y hacia el fin de su vida se halló en el Concilio de Antioquía, donde fue condenado Paulo de Samosata, que negaba la divinidad de Jesucristo. Conociendo que se acercaba el fin de sus días, visitó todo su obispado, y trabajó con tanta felicidad que nunca estuvo en él más floreciente la religión.
Estando para morir quiso saber cuántos gentiles había en la ciudad y en sus contornos; le dijeron que solo 17 y, elevando los ojos al Cielo, dio gracias a Dios, diciendo que dejaba a su sucesor tantos infieles como cristianos había encontrado él en la ciudad cuando tomó posesión del obispado. Murió santamente, después de hacer oración por ellos, y previno que no le comprasen sepultura, porque deseaba ser tan pobre después de muerto como había sido cuando vivía. Murió el 17 de noviembre del año de 270, cerca de los setenta de su edad, y fue enterrado su cuerpo en la iglesia que él mismo había fabricado, la cual se intituló después de su nombre.
Propósitos
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
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