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San Carlos Borromeo, Cardenal y Arzobispo de Milán (4 de noviembre)
Nacimiento: 2 de octubre de 1538 en Arona, Italia
Muerte: 3 de noviembre de 1584 en Milán, Italia, a los 46 años de edad
Beatificación: 16 septiembre de 1602 por el Papa Clemente VIII
Canonización: 1 de noviembre de 1610 por el Papa Paulo V
Ordenación sacerdotal: 4 de septiembre de 1563 (25 años de edad)
Ordenación episcopal: 7 de diciembre de 1563 (25 años de edad)
Ocupación: Cardenal y arzobispo
San Carlos, de la ilustre familia de los Borromeos, nació en el castillo de Arona el día 2 de octubre del año 1538, siendo sumo pontífice Paulo III y emperador Carlos V, que se había apoderado del Milanés. La noche que nació vieron los soldados que hacían el centinela iluminado todo el castillo con una resplandeciente luz, dando el Cielo a entender el resplandor de santidad que algún día había de derramar aquel niño recién nacido en toda la Iglesia de Dios, quien desde su más tierna infancia le previno con todas las bendiciones de dulzura.
Huía cuidadosamente la compañía de aquellos niños en quienes notaba atolondramiento en las acciones, o inmodestia en las palabras, gustando de estar solo, y se ocupaba en hacer altares y adornarlos, con cuyas acciones manifestó su inclinación al estado eclesiástico; y habiéndosele conferido la primera tonsura, logró cuanto deseaba su devoto corazón. Un tío suyo, llamado Judas César Borromeo, renuncio en él la abadía de San Cratiniano y San Felino. Luego advirtió el niño a su padre que aquellas rentas no se podían emplear en la manutención de la casa; y, dejándosele al mismo niño la administración, separó de ellas lo que bastaba para su moderado sustento, aplicando lo demás para el adorno de su iglesia y para el alivió de los pobres. Le enviaron a Pavía para acabar sus estudios; y aunque reinaba mucho el desorden en aquella ciudad, Carlos supo adelantarse en las letras sin perjuicio de la virtud. Conociendo lo inficionado que estaba el aire de aquel pueblo, evitó la infección con la oración, con la penitencia y con la frecuencia de los sacramentos. Recurrió a la que se llama Virgen María por excelencia; puso en sus manos el tesoro de su virginidad, la escogió por madre suya, por su protectora y por su abogada. No añadiré que no le engañó su confianza, porque a ninguno engañó jamás la que colocó en esta divina Madre, que llevó en su vientre la Sabiduría encarnada. Le fue muy necesaria la protección de esta Reina de las vírgenes: se pusieron asechanzas a su fidelidad; pero el fuego de la tentación solamente sirvió para purificar más el oro de su virginal entereza. Habiendo sido creado papa el cardenal de Médicis, su tío, con nombre de Pío IV, le llamó a Roma, donde, con el capelo de cardenal, le hizo arzobispo de Milán, y le encargó la principal administración de los negocios, que desempeñó con la mayor integridad, solicitando sobre todo la conclusión del Concilio de Trento.
Vivía en Roma con esplendor, pero pensando algunas veces en retirarse. La muerte de su hermano mayor le determinó, en fin, a mudar de vida. Se reformó según las constituciones del Concilio, y Dios, que nunca se deja vencer en liberalidad, se comunicó a su siervo con particulares dones, dándole en la oración ciertas efusiones o derramamientos de amor que le enternecían. Quiso retirarse de los negocios públicos para entregarse con mayor libertad a la oración; pero se lo disuadió D. Fr. Bartolomé de los Mártires, arzobispo de Braga, diciéndole que un verdadero cardenal debía ser activo, esforzado y laborioso, siendo conveniente poner a la vista del mundo el ejemplo de un nepote del Papa, que se interesaba más en la gloria de la Esposa de Jesucristo que en la grandeza de su casa. Se rindió el santo, y prosiguió trabajando como antes. Era arzobispo de Milán; pero, como el Papa le detenía en Roma cerca de su persona, envió a Milán al célebre Nicolás Ormanet, y él se ensayó en predicar para habilitarse a ejercitar este ministerio por sí mismo. Obtuvo, en fin, licencia para retirarse a su iglesia, donde fue magníficamente recibido. Predicó el domingo siguiente, y tomó por texto aquellas palabras: Con deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros. No era muy elocuente; pero, como era santo y era obispo, su santidad movía los corazones, y la fuerza del espíritu pastoral daba peso a sus palabras. Convocó un Concilio provincial; se arregló en él lo que tocaba a la vida de los obispos, de los sacerdotes, gobierno de las parroquias, administración de los sacramentos, con algunos estatutos acerca de las religiosas. Era cosa tan nueva en Milán un Concilio provincial, que de todas partes concurrían a verle. No acababan las gentes de admirarse viendo un cardenal en la flor de sus años subir al púlpito con frecuencia, administrar los sacramentos, negarse a todas las diversiones, por desempeñar todos los ministerios de la dignidad episcopal.
Extendida la fama por toda Italia, llegó a los oídos del Papa, con tanto gozo suyo, que escribió un breve a su sobrino con expresiones de la mayor satisfacción. Renunció el Cardenal todos los beneficios que tenía, y en un solo día perdió doscientas mil pesetas de renta. Poco acostumbrado el mundo a semejantes rasgos de generosidad, apenas lo podía creer; pero lo vio y lo admiró. La caridad, que tenia su domicilio en el corazón del buen pastor, le comunicó su natural actividad para buscar las ovejas descarriadas. Emprendió la visita de los Valles, en el país de los suizos, y en ella le veían todos caminar a pie, sufriendo el hambre, la sed y todas las injurias del tiempo. Era su comida y su bebida la salvación de las almas; a precio de ésta le eran estimables todos los trabajos. El celo le infundía ligereza de ciervo para trepar los riscos más escarpados, y para buscar entre los precipicios alguna oveja desmandada del aprisco. A las rebeldes las trataba con dulzura, se compadecía tiernamente de su descamino; les mostraba tal amor que les ganaba la confianza; ésta las obligaba a franquearle el corazón y, una vez franqueado éste, las insinuaciones de la caridad pastoral, juntas a la gracia de Jesucristo, las arrancaba del error. ¿A cuántos no sacó de los desvaríos de la herejía? ¿A cuántos no llamó a la admirable lumbre de la fe, retirándolos de la región de las tinieblas y de la sombra de la muerte? No se hartaban de verle, siguiéndole de aldea en aldea y de choza en choza. Era buen olor de Jesucristo, y los pueblos corrían tras la fragancia que exhalaba su santidad. Estableció en la catedral de Milán un orden admirable. La devoción de los eclesiásticos, la magnificencia de los ornamentos y el esplendor de las ceremonias eran un espectáculo que verdaderamente suspendía. Erigió muchos seminarios, y fundó un colegio para la nobleza, cuyos edificios son soberbios, y cuyos estatutos caracterizan la prudencia del santo fundador. Introdujo en Milán a los clérigos teatinos, o de San Cayetano, a quienes estimaba singularmente por su pobreza y por su confianza en Dios. Antes había introducido a los Padres de la Compañía de Jesús y fundó una congregación de clérigos seculares, libres de toda suerte de votos, y solo dependientes de él, como de su primera cabeza, para emplearlos a su arbitrio donde lo pidiese la necesidad del arzobispado. Llamó a esta congregación de los oblatos de San Ambrosio, poniéndola bajo la protección de la Santísima Virgen y del santo doctor. Instituyó otros muchos piadosos gremios, muy útiles a su Iglesia, desahogándose y desarrollándose su caridad en estos establecimientos, centellas del divino amor que abrasaba su corazón, y tesoros escondidos con que enriquecía a su Esposa. Reformó la Orden de los Franciscanos y de los Humillados. Con ocasión de la reforma de los segundos sucedió un portento singular. Fue asalariado un asesino para que quitase la vida al santo reformador. Entró el asesino en la capilla, donde el Cardenal estaba rezando con su familia, y le disparó un mosquetazo, casi a boca de cañón, cuya bala, conducida por el demonio, llegó a la carne, y en la superficie de ella la aplastó el Ángel tutelar de la diócesis, penetrando mantelete, roquete y vestidos hasta el mismo cutis, donde se detuvo como respetándole; pero el santo cardenal, inmóvil y sereno, como si nada hubiera sucedido, prosiguió rezando con el mayor sosiego. Al ruido del asesinato concurrió a Palacio toda la ciudad. El gobernador y el senado le aseguraron que harían justicia como se descubriese al reo. Se logró prenderle, y el santo no dejó piedra por mover para que se le perdonase la vida; pero a pesar de sus caritativas instancias fue castigado como merecía, y el Papa abolió la Orden de los Humillados. Afligió Dios a la ciudad de Milán con el azote de la peste.
Hizo San Carlos prodigios de caridad. Le aconsejaron que se retirase a algún lugar sano para conservar una vida que era tan necesaria a toda la diócesis; pero el santo no dio oídos a semejante consejo, horrorizándole más que la muerte la falta de caridad: víctima de esta virtud, miraba a la muerte como corona suya. Parecía que la caridad le multiplicaba en muchos: padeciendo sus ovejas, padecía en todas ellas como buen pastor. Día y noche andaba por las calles, llevando a todas partes palabras de paz, de confianza y de amor. Su presencia suavizaba los dolores. Retratada en su semblante la alegría de los santos, se desprendía de su boca el consuelo del Señor, por lo que la gente no se saciaba de verle. Él mismo administró el Viático a uno de sus curas que murió herido de la peste, la que no le tocó al santo, sirviéndole de preservativo su misma caridad; asilo que no acierta a violar el mal más contagioso. Se deshacía a penitencias, como si aquella pública calamidad del rebaño fuese castigó por las culpas del pastor. ¡Cuántas veces se ofreció a Dios para que descargase solo en él todo el peso de su cólera! Para aplacarla instituyó procesiones generales; pero ¡qué no hizo en ellas!
No es posible explicar lo que ejecutó visitando las parroquias de su diócesis mientras duró este azote del Cielo. Estaba en continuo movimiento, dormía poco y comía a caballo por no perder tiempo. Logró en aquel tiempo una abundante cosecha, hasta que, compadecida la divina piedad del pastor y del rebaño, levantó la mano del castigo, restituyó la serenidad y admitió gustosa el sacrificio de su amor. Le escribieron mil enhorabuenas de todas partes, y recibió cartas llenas de elogios, escritas por los mayores príncipes de la corte romana; pero nada alteró la modesta humildad de su corazón, como quien conocía muy bien el verdadero origen de todas las gracias y estaba perfectamente instruido de sus obligaciones. Respondió que en aquello no había hecho más que cumplir con la obligación de obispo, teniendo presente la doctrina de Jesucristo, según la cual el pastor debe dar la vida por sus ovejas; sacrificio indispensable en quien está encargado de guardar el rebaño de Jesucristo.
Vivió otros siete años después que cesó la peste, trabajando en la salvación de su diócesis y de toda la provincia de Milán con infatigable cuidado, y con una vigilancia pastoral que, nunca reconoció flaqueza ni desaliento. Decía que el obispo demasiadamente cuidadoso de su salud no podía cumplir bien con su encargo; añadiendo que a un obispo, como él quiera, nunca le puede faltar que trabajar; por lo que reprendió severamente a cierto Prelado que le escribió se hallaba sin tener qué hacer, respondiéndole que no acertaba a concebir cómo podía estar desocupado el que tenía sobre sí el cuidado de una diócesis. Aconsejando la residencia a un Cardenal, y excusándose éste con la ceñida extensión de su obispado, le replicó el santo que una sola alma merecía la presencia de su obispo, por elevada que fuese su dignidad. Para recogerse mejor algunos días, se retiró el santo arzobispo al monte Voral, adonde hizo unos ejercicios, siendo su director el Padre Adorno, jesuita, que fue su confesor por muchos años y le mereció la más estrecha confianza. Hizo los ejercicios con extraordinario fervor, como quien presentía que le habían de servir de preparación para la muerte.
Sus oraciones, sus penitencias y sus ayunos rindieron las fuerzas del cuerpo. Cayó malo, pero disimuló la primera calentura; a la segunda se descubrió con el P. Adorno, que moderó las oraciones, mortificaciones y vigilias. Continuando la calentura, se restituyó a Milán, donde se redobló la fiebre. Avisaron los médicos al P. Adorno que no había que perder tiempo, y que era preciso intimar al Cardenal que se dispusiese para morir; noticia que no sobresaltó a un hombre que había vivido tan santamente y acababa de lavar, por medio de una confesión general, las menores manchas en la sangre del Cordero. Pidió el santo Viático, se lo trajeron; pero ¡con qué devoción le recibió! ¡Cuáles fueron sus amorosos deliquios a vista del Dios de su salvación, de aquel Dios que, al consumar el amor que nos tiene, quiere ser el Dios de las gracias antes de ejercer el oficio de juez de los hombres! Después que recibió el pan celestial, se le administró la Extremaunción; y porque siempre había deseado morir como penitente, le tendieron sobre un cilicio cubierto de ceniza bendita. En este aparato de penitencia entró en una apacible agonía, que duró algunas horas, y después fue a recibir en el Cielo el premio de sus trabajos, a los cuarenta y siete años de su edad, en que había entrado un mes antes, sábado 3 de noviembre de 1584. Publicada en Milán la noticia de su muerte, cada uno creyó haber perdido a su padre en el padre común de todos, juzgando que aún debía el Señor estar muy irritado contra aquel pueblo, pues le privaba de un Obispo tan santo en lo mejor de su edad. Se le hicieron magníficos funerales, celebrando la Misa del entierro el Cardenal Sfrondati, Obispo de Cremona, y predicando el P. Panigarola la oración fúnebre, que muchas veces interrumpieron; o, por mejor decir, continuaron con mayor elocuencia las lágrimas del auditorio. Glorificó el Señor al Santo Cardenal con tantos milagros, que en breve tiempo se vio rodeada de votos su sepultura, a cuyo ruido y a la fama de sus virtudes le canonizó primero la voz del pueblo, y ésta, en fin, obligó al Papa Paulo V a ponerle en el catálogo de los santos el día 1 de noviembre del año 1601, mandando que se celebrase su fiesta el 4 del mismo mes. Luego que el Papa Gregorio XIII tuvo noticia de su muerte, exclamó: se apagó la lumbrera de Israel.
Propósitos
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
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