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San Valentín, presbítero y mártir (14 de febrero)
San Valentín bautizando a Santa Lucilla
San Valentín, presbítero, se hallaba en Roma en el reinado del Emperador Claudio II hacía el año de 270. El universal elevado crédito de su virtud y de su sabiduría le había granjeado la veneración no solo de los cristianos, sino aún de los mismos gentiles. Mereció el renombre de padre de pobres por su grande caridad; y su celo por la religión era tanto más eficaz, cuanto se mostraba más puro y más desinteresado. La humildad, la dulzura, la solidez de su conversación y cierto aire de santidad que se derramaba en todos sus modales, [fascinaba] a cuántos le trataban; ganaba primero los corazones para sí, y después los ganaba para Jesucristo.
No podía ser desconocido en la corte un hombre como Valentín, tan venerado del pueblo y tan estimado de los grandes. Hablaron de él al Emperador, informándole ser un hombre de un mérito superior, y de una sabiduría extraordinaria. Quiso verle, y el distinguido modo con que le recibió, acreditó bien la grande estimación que hacía de su persona. Le preguntó desde luego, “por qué no quería ser su amigo, puesto que el mismo Emperador deseaba serlo suyo”. Le dijo, “que por lo mismo que le estimaba tanto no podía llevar en paciencia que profesase una religión enemiga de los dioses del imperio, y consiguientemente de los Emperadores”.
Valentín, que por su compostura, por su grato semblante y por su modestia había ya cautivado al Emperador, le respondió poco más o menos en estos términos: “Si conocierais, Señor, al don de Dios, y quién es aquel a quien yo adoro y a quién sirvo, os tendríais por feliz en reconocer a tan Soberano dueño, y detestando el culto que ciegamente rendís a los demonios, adoraríais como yo al solo Dios verdadero, criador del cielo y de la tierra, y de todo cuanto se contiene en este vasto universo, juntamente con su único hijo Jesucristo. Redentor de todos los mortales, igual en todo a su padre. Gran Señor, a la benignidad de este único supremo Numen debéis el ser que tenéis, y el imperio que gozáis; él solo os puede hacer feliz a vos, y a todos vuestros vasallos”.
Al oír esto cierto doctor idólatra que tenía oficio en palacio, y se hallaba a la sazón en el cuarto del Emperador, le preguntó: “¿Pues y qué juicio haces de nuestros grandes dioses Júpiter y Mercurio? El juicio que yo hago”, respondió el Santo, “es el mismo que tú propio debes hacer; quiero decir, que no hubo en el mundo hombres más malvados que esos a quienes vosotros dais el título de dioses. Hasta vuestros mismos poetas tuvieron gran cuidado de instruiros de sus infamias y de sus disoluciones. A mano tenéis sus historias; mostradme únicamente su genealogía, con una breve noticia de su vida, y os haré confesar que acaso no ha habido jamás hombres más perversos”.
Aturdió a todos una respuesta tan animosa como verdadera; y mirándose atónitos los unos a los otros, quedaron por algún tiempo como embargados y mudos; pero volviendo en sí, se dejó oír una confusa gritería de los que clamaban en tono descompuesto: “Blasfemia, blasfemia”; mas el Emperador, o porque estuviese interiormente convencido de lo que acaba de escuchar, o porque a lo menos le hubiese hecho alguna fuerza, sin hacer aprecio del desentono de los cortesanos, quiso oír a Valentín más en particular. Le hizo varias preguntas con mucha bondad acerca de diferentes artículos de nuestra religión. “Si Jesucristo es Dios, le preguntó, ¿por qué no se deja ver? ¿y por qué tú mismo no me haces evidencia de una verdad en que voy a interesar tanto?”.
“Señor”, le respondió el Santo, “por lo que toca a mí, no dejareis de lograr esta dicha”; y después de haberle explicado con la mayor viveza y claridad los puntos más esenciales de nuestra santa fe, concluyó diciendo: “¿Queréis, Señor ser feliz? ¿Queréis que vuestro imperio florezca, que vuestros enemigos sean destruidos? ¿Queréis hacer felices a vuestros pueblos, y aseguraros a vos mismo una eterna felicidad? Pues creed en Jesucristo, y sujetad vuestro imperio a sus leyes, y recibid el bautismo. Así como no hay otro Dios que el Dios de los cristianos, así tampoco hay que esperar salvación fuera de la religión que los cristianos profesan. No, Señor, fuera de la religión cristiana no hay salvación”.
Habló el Santo con tanta energía y con tanto peso, que el Emperador pareció verdaderamente movido; y aun es fama, que vuelto a sus cortesanos, les dijo: “Es preciso confesar que este hombre nos dice muy bellas cosas, y que la doctrina que enseña tiene un aire de verdad que no es fácil resistirse a ella”. Al oír estas palabras el prefecto de la ciudad, llamado Calpurnio, comenzó a gritar: “¿No veis como este encantador ha engañado a nuestro Príncipe? Y qué, ¿abandonaremos la religión de nuestros padres, y la que mamamos con la leche, y en la que nos criamos desde la cuna, por abrazar una secta oscura, incomprensible y desconocida?”.
Al oír esta sediciosa exclamación del prefecto temió el Emperador algún tumulto; pudo más este desdichado miedo, que la gracia interior que le solicitaba fuertemente a convertirse; y sacrificando su eterna salvación a un vil humano respeto, ahogó las saludables movimientos de su corazón, y remitió la cusa del santo Presbítero al prefecto Calpurnio, para que la sustanciase y sentenciase según las leyes.
Mandó Calpurnio que le metiesen en la cárcel, y encargó al juez Asterio que le hiciese la causa como a cristiano, y como uno de los mayores enemigos de los dioses del imperio.
Asterio había sido testigo de la grande impresión que habían hecho en el Emperador las palabras de Valentín, y celebró mucho que se le ofreciese esta ocasión de hablarle despacio, resuelto a emplear cuantos artificios pudiese para derribarle de la fe, no dudando que haría bien la corte al prefecto, si lograba persuadir a Valentín que renunciase el cristianismo.
Con esta idea le llevó a su casa. Apenas entró en ella nuestro Santo, cuando levantando las manos y los ojos al cielo, rogó fervorosamente al Señor, que pues había dado su sangre y su vida por la salvación de todos los hombres, se dignase alumbrar con las luces de la fe a todos los habitadores de aquella casa, que estaban sepultados en las tinieblas de la idolatría, haciéndoles la gracia de conocer a Jesucristo, verdadera luz del mundo.
Oyó Asterio esta oración, y le dijo: “Me admira que un hombre de tan noble, de tan claro entendimiento tenga a Jesucristo por verdadera luz; gran lástima me da verte encaprichado en esos errores”. “Sábete, Asterio”, respondió el Santo, “que no es error el que me supones; no hay verdad más innegable que el que Jesucristo mi Salvador y mi Dios, que se dignó hacerse hombre por nosotros, es verdadera luz que alumbra a todos los que vienen al mundo”. “Si eso es cierto”, replicó Asterio en tono de burla, “quiero hacer la prueba: Ahí tengo una hija, a quien amo tiernamente, que está ciega muchos años ya; si Jesucristo la restituye la vista, te empeño mi palabra de hacerme cristiano con toda mi familia”.
Animado Valentín de una viva fe, hizo traer a la doncella; y haciendo sobre sus ojos la señal de la cruz, dirigió al cielo esta oración fervorosa: “Señor mío Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, que disteis vista a un ciego desde su nacimiento, y que queréis la salvación de todos los hombres, dignaos oír la oración de este pobre pecador, y de curar a esta pobre doncellita”. A estas palabras recobró su vista la niña. Asterio y su mujer se arrojaron a los pies de Valentín, pidiéndole el bautismo; los catequizó el Santo por algunos días, y los bautizó con toda su familia en número de cuarenta y cuatro personas, cuya mayor parte tuvo la dicha de recibir pocos días después la corona del martirio.
San Valentín rogando a Dios por la curación de la ciega hija de Asterio
Habiendo llegado a noticia del Emperador todo lo que había pasado, admiró la virtud divina tan visiblemente ostentada en todas estas maravillas. Gran deseo tenía este Príncipe de librar a San Valentín; pero temiendo alguna sedición del pueblo, que ya le sospechaba cristiano, no se atrevió a embarazar que los jueces le juzgasen, y le condenasen según las leyes. Estuvo algunos días en la cárcel cargado de cadenas, y apaleado muchas veces, hasta que al fin fue degollado fuera de la ciudad en la vía Flaminia, que va a Umbria, el año del Señor de 270. Los cristianos tomaron su sagrado cuerpo y le enterraron cerca de la misma puerta Flaminia, que después se llamó la puerta de San Valentín, hoy se llama la de Pópulo, hacia Ponte-Mole. Se dice que el Papa Julio mandó edificar una iglesia sobre la sepultura de nuestro Santo, la que reparó el año de 645 el Papa Teodoro, y fue después muy célebre por la mucha devoción que siempre ha tenido el pueblo a este gran siervo de Dios. La mayor parte de sus reliquias están en Roma, aunque se veneran algunas en muchas ciudades de Italia y de Francia, especialmente en Melun sobre el Sena, y en la abadía de San Pedro.
Propósitos
Pocos hay que no digan, y menos son los que no tienen mil razones para decir que son grandes pecadores; ¿pero dónde está la penitencia? Esta confesión estéril sólo sirve para aumentar más el cargo. ¿De qué sirve confesarse uno pecador, si no se hace penitente? No hay que disculparse con la poca edad, con la delicadeza de la complexión, ni mucho menos con los empleos, con el estado, con la calidad. ¿Pecaste? Pues sin penitencia no hay para ti salvación; fuera de la penitencia interior, que se pasa en la amargura del corazón, es necesaria otra penitencia exterior que mortifique el cuerpo, y que le humille. Comienza por las penitencias que son de precepto; abstinencias de obligación, ayunos de la Iglesia, son leyes de que no te puedes dispensar con vanos pretextos.
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
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