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San Simeón, obispo de Jerusalén y mártir(18 de febrero)
San Simeón, obispo de Jerusalén y mártir (18 de febrero)
San Simeón o San Simón tuvo estrecha conexión con Jesucristo, y era consiguiente que tuviese mucha parte en sus singulares favores, y en sus particulares gracias. Fue hijo de Cleofás, hermano de San José, y por consiguiente reputado por primo-hermano del Salvador. Su madre se llamó María, aquella misma de quien dice el evangelio que era cuñada de la Santísima Virgen (por serlo de su esposo San José), y la acompañó hasta el monte Calvario, asistiendo a la muerte del salvador del mundo, a quien miraba como a sobrino suyo.
Supuesta una correlación tan estrecha entre el hijo y los padres con el mismo Hijo de Dios, es fácil discurrir la liberalidad con que a manos llenas colmaría de gracias a toda la familia. Era Simeón de sangre real, como sobrino de San José, legítimo descendiente de la casa de David; pero su mayor y más ilustre distintivo fue haber sido discípulo de Cristo, obispo santo, y mártir glorioso.
Le escogió el Salvador por uno de sus primeros discípulos, y le instruyó por sí mismo; con que saliendo d emano de tal maestro, ¿qué progresos no haría en la ciencia de la salvación? Fue testigo de la mayor parte de los milagros que obró el Hijo de Dios, de su resurrección, de su ascensión a los cielos, y como era uno de los miembros que componían entonces toda la Iglesia, se halló en el Cenáculo con los demás, y recibió el Espíritu Santo el día de Pentecostés en compañía de la Santísima Virgen, a quien reverenciaba como a tía, y de los Sagrados Apóstoles, muchos de los cuales eran sus parientes.
Después de la separación de estos, y de los otros discípulos destinados para llevar la luz del evangelio a las provincias, parece que San Simeón se quedó en Judea aplicado por el Señor a trabajar en la conversión de los de su misma nación, de quienes fue siempre muy estimado y muy querido. Estuvo muchos años dentro de la misma Jerusalén en compañía de su primer obispo, y también pariente suyo, Santiago el menor, ayudándole a trabajar en la santificación de aquella gran ciudad, que Jesucristo acababa de regar con su preciosísima sangre.
Fue su misión tanto más trabajosa, cuanto tenía que lidiar con un pueblo, cuyo corazón y cuyo espíritu humeaba todavía cólera y furor contra Jesucristo, a quien acababa de quitar la vida en un afrentoso madero. Con todo eso, a su apostólico fervor y laboriosas fatigas correspondió una mies muy abundante. Cada día se aumentaba el número de los fieles, y estas frecuentes conversiones excitaron aquella cruel persecución, que hizo tantos mártires en Jerusalén.
El año 62 del nacimiento del Señor, y el 29 de su gloriosa resurrección, quitaron inhumanamente la vida los judíos a Santiago el menor. Se dice que Simeón se halló presente a su martirio, y que tuvo valor para reprender agriamente a los homicidas, acriminándolos la enormidad de su delito, sin que ellos se atreviesen a vengarse; lo que acreditó el respeto y la veneración que profesaban a nuestro Santo.
Por razón de la persecución se pasaron algunos meses después de la muerte del Apóstol hasta que nombraron quien le sucediese. Sosegada algún tanto la tempestad, luego que se pudo respirar, se juntaron en Jerusalén los Apóstoles, que no estaban muy distantes; los discípulos que vivían el año de 62, y lo restante de los fieles; y todos de unánime consentimiento eligieron a Simeón como el más digno y el más propio para llenar el gran vacío del apóstol Santiago.
La eminente santidad, y la gran sabiduría del nuevo Obispo contribuyeron mucho, no solo para nutrir, sino para encender admirablemente la piedad y el fervor de aquellos primeros cristianos, que por las persecuciones de los judíos cada día se hacían más ilustres y recomendables en la Iglesia.
Habiéndose amotinado en este tiempo los judíos contra los romanos, el santo Pastor aconsejó a los cristianos que se retirasen de Jerusalén, para que no fuesen envueltos en las ruinas de aquella infeliz ciudad. Salieron, pues, los fieles de Jerusalén bajo la conducta de su santo Obispo, como en otro tiempo había salido Lot y su familia de Sodoma bajo la conducta del santo Ángel, y se retiraron a un lugar de la otra parte del Jordán, llamado Pella, el año de 69; es decir, poco antes que Vespasiano, enviado por Nerón contra los rebeldes, entrase en el país.
Después de la total ruina de Jerusalén, que sucedió el año 70 del Señor, pasaron los fieles segunda vez el Jordán, y se restituyeron no a la ciudad, que ya no la había, sino al lugar que antes ocupaba, no habiendo quedado en ella piedra sobre piedra, según la palabra del mismo Jesucristo. Sobre estas miserables ruinas edificaron otra nueva ciudad menos soberbia en edificios, pero más rica de virtudes; porque animados con un nuevo fervor por la solicitud, por la piedad, por el celo de su Obispo, presto refloreció la Iglesia más que nunca en la nueva Jerusalén, compitiéndose las raras virtudes de los que la componían con el resplandor de sus prodigios, y con el ruido de sus milagros.
Tuvo siempre gran ciudad Simeón de velar sobre su pequeño rebaño, y sobre todo de conservarle en su primitiva pureza, ya previniéndole contra las herejías que el infierno comenzaba a suscitar, ya distribuyendo continuamente a su pueblo el pan de la divina palabra, y explicándole sin cesar con un celo y con una bondad admirable las grandes verdades de la religión, como las había aprendido de boca del mismo Jesucristo.
Esta vigilancia del santo Pastor, este celo infatigable por la gloria de Jesucristo y por la salvación de sus ovejas, esta constancia, este valor heroico en los mayores peligros, le merecieron en fin la corona del martirio.
Le había conservado la Divina Providencia por un espacio de tiempo muy considerable, durante el cual había gobernado siempre a sus ovejas con mucha prudencia y con grande tranquilidad. Era muy necesario a la iglesia mientras duraban aquellos tiempos duros y calamitosos, por lo cual permitió o dispuso soberanamente el Señor, que no se acordasen de él en las diligentes pesquisas que hicieron Vespasiano y Domiciano de todos los descendientes de David, para quitarlos la vida; pero habiéndose renovado estas pesquisas pro orden del emperador Trajano, fue delatado Simeón no solo como descendiente de aquella real casa, sino como la columna y héroe del cristianismo.
A los ochenta años de su venerable edad fue presentado ante el gobernador de Siria, llamado Ático, varón consular que se hallaba a la sazón en Judea, cuya provincia pertenecía a su gobierno. Se movió éste a compasión luego que vio delante de sí a un anciano tan respetable, y procuró persuadirle que renunciase su religión, sacrificando a los dioses del imperio; pero quedó sumamente sorprendido cuando oyó la generosidad y la fortaleza con que le hizo demostración nuestro Santo de que ni había ni podía haber más que un solo Dios verdadero; que Jesucristo era este verdadero Dios, y que los que él llamaba dioses habían sido unos insignes facinerosos, afrenta del linaje humano, e indignos de ser contados aún en el número de los hombres.
San Simeón, obispo de Jerusalén, es crucificado como su martirio en 107 A.D.
Vuelto Ático en sí de su primer asombro, advirtiendo la grande impresión que hacían en los circunstantes las palabras del Santo viejo, le mandó azotar cruelmente, y por muchos días le hizo padecer los más atroces suplicios. Admiró a todos su constancia, sin acertar a comprender de dónde podía venir aquel vigor y aquella fortaleza a un cuerpo debilitado por una edad tan avanzada. Todos gritaban que aquel era milagro; lo que irritó tanto al juez, que le sentenció a que perdiese la vida en una cruz, logrando Simeón el consuelo de verse tratado como su divino Maestro. No pudo contener dentro del pecho la alegría, y murió lleno de gozo, dando mil gracias al Señor por el favor que le hacía de imitar a Jesucristo en el género de muerte, que iba a padecer por su amor. Fue su glorioso martirio en el año del Señor 107, después de haber gobernado la iglesia de Jerusalén por espacio de más de cuarenta años. Algunas iglesias de Occidente, como las de brindis y Bolonia en Italia, la de Bruselas en los Países Bajos, y la de Torrelaguna en España, se tienen por felices en poseer reliquias de este gran Santo, y las veneran con mucha devoción y con no menos confianza.
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
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