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San Diego de Alcalá, confesor (13 de noviembre)
Nacimiento: 1400 en San Nicolás del Puerto, Sevilla, España
Muerte: 13 de noviembre de 1463 en Alcalá de Henares (Madrid), España, a los 63 años de edad
Canonización: 10 de julio de 1588 por el Papa Sixto V
Orden religiosa: Orden de San Francisco
Ocupación: Monje franciscano y misionero
Nació al mundo San Diego en la villa de San Nicolás, diócesis de Sevilla, en el reino de Andalucía. No tenían sus pobres padres con qué hacerle una gran fortuna; pero le inspiraron el santo temor de Dios, que vale más que todos los tesoros. Tomó Dios posesión de su tierno corazón, y el Espíritu Santo fue su guía desde su infancia. Por esto desde ella amó el retiro y la oración. Se hizo desde entonces reparar y estimar por su inclinación a las cosas espirituales, por su modestia, por su abstinencia y por su pureza de costumbres. El mismo Espíritu Santo le desvió del comercio del mundo, para que no perdiese en la juventud la inocencia que había reservado en la niñez. Fue Diego a entregarse a la dirección de un virtuoso sacerdote, que estaba retirado en una ermita no lejos de San Nicolás, dedicado enteramente a ejercicios de penitencia y de mortificación. En aquella soledad hizo nuestro Diego una vida santa, desprendida de todo afecto terrestre, meditando las verdades de la salvación, orando incesantemente. Se mantenía de limosna y, para evitarla ociosidad, el tiempo que le dejaba libre la oración y los demás ejercicios espirituales lo empleaba en algún trabajo de manos, pero sin que el mismo trabajo interrumpiese su oración. Hiciese lo que hiciese, siempre tenía a Dios en la boca y en el corazón. No vendía lo que trabajaba, porque había renunciado el dinero; pero regalaba con ello a los que le daban limosna, en muestra de agradecimiento, negándose generosamente a recibir lo que le ofrecían en consideración de esto mismo y no era absolutamente preciso para socorrer su necesidad. No pocas veces repartía con otros pobres la limosna que le daban. Llegó a tanto su desinterés que, habiendo encontrado una bolsa en un camino, ni aún se dignó levantarla. Era tanta su humildad, que recibía con gozo todo lo que le podía hacer despreciable a los ojos de los hombres. Procuraba tener a raya el cuerpo, el alma y los sentidos con el freno de una continua mortificación. Por su atención, por su vigilancia, por aquella celosa circunspección con que estaba siempre muy dentro de sí mismo, logró evitar las sorpresas del enemigo de la salvación. El mismo espíritu de vigilancia con que espiaba continuamente todos sus pasos y movimientos le abrió los ojos para conocer los lazos que armaba el mundo a la inocencia y quiso librarse de ellos. Pidió ser recibido en la religión de San Francisco, y lo consiguió, pretendiendo para lego por ser hombre sin letras, y porque aquel estado favorecía más a su humildad. Desde luego cumplió con la mayor exactitud la Regla. Resplandecía en humildad, pobreza, mortificación, caridad cristiana; en fin, fue un nuevo modelo del Santo Patriarca. Se entregó de tal manera a la obediencia, que para él eran todos superiores suyos. Veneraba en las órdenes de sus prelados las del mismo Jesucristo; obedecía a aquéllos como obedecía a Éste, reconociendo que de la autoridad de Éste dimanaba la de aquellos. Era la voluntad de Dios su única regla, y nada quería fuera del orden de la suprema voluntad. Para él eran indiferentes todos los empleos: cualquiera ocupación que trajese el sello de la voluntad de Dios, era para Diego muy estimable; pero sin este sello, por grande, por acomodada que fuese, ni le movía, ni la apreciaba. Sus penitencias eran asombrosas y su vida como un continuado ayuno. Trataba a su carne con el mayor rigor y no estaba contento mientras no la veía toda cubierta de sangre.
Pareciéndole un día de invierno que se había excitado en ella algún ardor de concupiscencia, se arrojó intrépido a un estanque de agua helada, manteniéndose en él hasta que faltó poco para que se extinguiese el calor natural juntamente con el de aquel otro ardor forastero. La pobreza universal, que tanto encomendaba y practicaba el patriarca San Francisco, la amó siempre de tal manera, que se podía decir no tenía otra cosa que el roto hábito que traía a cuestas, el rosario y un libro de meditaciones y oraciones. Aún esto poco no era suyo, y solía decir que no tenía cosa propia sino el pecado, que procuraba destruir continuamente. Pero, en medio de esta extremada pobreza personal, parecía rico y poderoso respecto de los prójimos; porque su caridad, siempre industriosa, le sugería medios para socorrer las más apuradas necesidades. Los superiores de la Orden, juzgándole para más que para el trabajo corporal y de manos, le hicieron guardián del convento de Fuerteventura, en una de las islas Canarias. Encontró en aquel país muchos idólatras y, considerándose obligado a ganarlos para Jesucristo, padeció los trabajos de un apóstol, y recogió también los frutos. Quedaron en la isla pocos infieles que no abriesen los ojos a la luz de la fe; y animado de este feliz suceso, formó un nuevo plan de conquistas apostólicas, y pasó a la Gran Canaria, donde hasta entonces no se había oído hablar de Jesucristo, dispuesto a derramar su sangre por anunciar su Evangelio; pero tenía Dios otros intentos y no permitió que abordase a ella.
Se redujo, pues, a cultivar la isla de Fuerteventura, y luego que acabó de conquistarla fue llamado a España, donde volvió cargado de frutos de una abundante cosecha, y trajo también consigo el don de milagros, con que ordinariamente favorece Dios a los que honra con el carácter de apóstoles. Estando el Santo en Sevilla, un muchacho –por huir el castigo de su madre– se escondió dentro del horno y se quedó dormido. La madre sin saber, ni aún imaginar, que su hijo pudiese estar en el horno, le llenó de leña y le encendió. Despertó el muchacho con el calor de la llama, lloró, gritó; pero ya no era tiempo de poderle socorrer; el fuego era violento, se había apoderado de todo el horno, y no era ya posible salvar al niño. La afligida madre, desesperada con el dolor, salió por las calles dando alaridos como una loca y acusándose de que había sido homicida de su hijo; dispuso la Divina Providencia que San Diego se hallase a la sazón cerca de su casa; la consoló como pudo y, enviándola a que hiciese oración delante del altar de Nuestra Señora, se fue derecho al horno con su compañero, y seguido de innumerable gentío. ¡Cosa asombrosa! Ya casi se había consumido toda la leña y, sin embargo, el muchacho salió del horno sano y libre, sin que las llamas le hubiesen hecho la más mínima lesión. Era patente el milagro del que fueron testigos innumerables personas, y el muchacho fue llevado a la capilla de la Santísima Virgen, donde su madre estaba haciendo oración por él. Lo vistieron de blanco los canónigos en reverencia de la misma Señora, y desde entonces se hizo muy célebre aquella santa capilla, concurriendo a ella gran multitud de infieles a implorar la protección de la Madre de los afligidos.
Otros muchos milagros hizo San Diego, por ser en él muy abundante la gracia de las curaciones; pero el mayor de todos los milagros fue su misma vida. El objeto más ordinario de su oración era la pasión de Cristo; en ella meditaba continuamente, teniendo un crucifijo en la mano, siendo algunas veces tan vehemente la fuerza de su amor, que se quedaba extático y elevado en el aire. Nada le movía tanto como la vista de aquella sagrada víctima sacrificada en el monte Calvario a manos de su mismo amor. Pero cuando pasaba del sacrificio cruento del Calvario al sacrificio incruento del altar, se duplicaba el incendio en su amante corazón, enternecido con la consideración de tan estupendo beneficio del Esposo Celestial. Un Dios hecho alimento del hombre, era el objeto de su pasmo y el sustento de su amor, cuyas llamas ardían más encendidas cuanto más se apacentaba del Dios del amor; y al paso que más se nutría con la divina sustancia del eucarístico pan, cobraba su espíritu más vigor y se abrasaba en mayores incendios su amoroso corazón. A la devoción que tenía con el Hijo correspondía la que profesaba a la Madre; pues no es posible una devoción sin la otra. Es Jesucristo la fuente de las gracias, y María es el canal. Nos colmó Cristo de beneficios, comunicando a nuestra humanidad los tesoros de su misma divinidad; pero María es la Madre de ese Hombre-Dios que nos enriqueció. Profesaba, pues, nuestro Diego un tierno amor a María; venerándola como a su Asilo, a su Patrona, su Abogada, su Consuelo y su Esperanza. Ayunaba en honra suya todos los sábados a pan y agua; celebraba sus fiestas con espiritual alegría; rezaba todos los días el Rosario con tanta devoción y con tanto respeto, que se conocía muy bien estaba penetrado de la grandeza de María, y que estaba hablando con la Madre de su Dios. Era tan grande el concepto que se tenía de su santidad, que solo se le conocía por el nombre del Santo. Al fin de su vida, Jesucristo, Varón de dolores, quiso refinar su virtud con el fuego de los trabajos. Le envió un absceso en un brazo, sumamente doloroso, que le duró hasta la muerte. Estando una noche muy malo, perdió de tal manera el uso de los sentidos, que todos le reputaron por muerto; pero, volviendo en sí de aquel éxtasis, exclamó tres o cuatro veces: ¡Oh, qué hermosas flores hay en el Paraíso! Sintiendo que se le iban acabando las fuerzas, se fortaleció con los Sacramentos de la Iglesia y, pasando a ser total el desfallecimiento, se rindió a la naturaleza, y murió la noche del sábado 12 de noviembre del año de 1463. Sus últimas palabras fueron aquellas que canta la Iglesia en honra de la Cruz: ¡Dulce madero, dulces clavos! ¡Cruz adorable, que sola tú fuiste digna de llevar al Rey y Señor de los Cielos y de la Tierra!
La Virgen de la Inmaculada Concepción con San Buenaventura (izquierda) y San Diego de Alcalá (derecha)
Propósitos
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
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