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La circuncisión de Nuestro Señor Jesucristo (1 de enero)
El misterio de la Circuncisión de Nuestro Señor Jesucristo se puede llamar el gran misterio de sus humillaciones, la primitiva prenda de nuestra salvación, la consumación de la ley antigua, y como las arras o el primer sello del Nuevo Testamento.
Habiendo Dios escogido para sí un pueblo entre todas las naciones del mundo, ordenó que fuese la circuncisión el distintivo que le diferenciase de todas. Todos los hijos varones que tuviereis, dijo Dios a Abraham (Gen. 17), serán circuncidados: y esta circuncisión será la señal de la alianza que hay entre Mí y vosotros. Como este era el carácter singular del pueblo que, descendiendo de Abraham, estaba destinado para heredero de las bendiciones prometidas a su posteridad, era menester que Jesucristo fuese marcado con este sello, como aquel en quien había de ser bendita esta descendencia, para mostrar que era hijo de Abraham, de cuyo linaje estaba profetizado y prometido que había de nacer el Mesías.
Se sujetó el Hijo de Dios voluntariamente a esta ley de humillación, aunque por ningún título estaba obligado a ella. Se había ordenado la circuncisión como remedio para purificar la carne del pecado original; y la de Jesucristo estaba limpia de toda mancha. Pero como se cargó del empleo de Salvador de los hombres, fue menester, dice San Agustín, que se cargase también con la marca de pecador, para que pudiese también cargar sobre sus espaldas la pena correspondiente al pecado.
Para desempeñar perfectamente el título de Salvador, prosigue el mismo Santo Padre, era menester un Justo, en quien por una parte se complaciese Dios infinitamente, y a quien por otra pudiese tratar como pecador, a fin de hallar en sus trabajos y en sus merecimientos una plena satisfacción, proporcionada a la majestad de la Divinidad ofendida, y al rigor de su justicia.
Hasta que se perfeccionó este misterio no había habido en el mundo propiamente Jesús, o Salvador, que fuese hostia de propiciación por nuestros pecados. Ni en aquel divino Niño encontraba Dios cosa que no sirviese de objeto a sus divinas complacencias. Se circuncidó, y luego que aquel querido Hijo se dejó ver con apariencia de pecador, unió en su persona las dos cualidades necesarias para Salvador del mundo; porque sin dejar de ser Hijo querido, fue también la victima que pedía el mismo Dios. Por eso no tomó el nombre de Salvador hasta el día de su circuncisión, y este fue, hablando en rigor, el día en que echándose a cuestas la carga de nuestros pecados, hizo solemne obligación de satisfacer por ellos. Vida pobre y oscura, vida laboriosa y humillada, oprobios, suplicios y muerte de cruz, todo fue efecto de la dura obligación que contrajo en este misterio. Nada padeció en su pasión, ni durante el curso de su vida, que no hubiese aceptado libremente en su circuncisión.
Las demás humillaciones del Salvador fueron en cierta manera ilustres, por la brillantez de algún milagro: la presente careció de todo esplendor que la ilustrase; porque en ella tomó la señal, la confusión y el remedio del pecado. Es verdad que semejante humillación en el verdadero Hijo de Dios fue tan asombrosa como lo pudiera ser el mayor de todos los prodigios.
Desde este día se puede decir propiamente que comenzó la redención del mundo, y que Jesucristo tomó posesión de su empleo de Salvador, haciendo las primeras funciones de tal por la primera efusión de sangre. ¡Oh qué poderoso motivo de amor y de reconocimiento son estas primicias de sus dolores! ¿Qué sería de nosotros si no hubiéramos logrado tan dulce Salvador? ¿Pero qué será de nosotros si no nos aprovechamos de todo lo que este divino Salvador padeció para salvarnos?
Muchas razones alegan los santos Padres para que el Hijo de Dios quisiese sujetarse a la ley de la circuncisión. Primera: quiso, dice San Epifanio, quitar a los judíos el aparente pretexto que tendrían para no reconocerle; si fuera incircunciso. Segunda: era la circuncisión de institución divina, y no pretendía dispensarse de ella el Salvador. Tercera: quiso convencer con esta dolorosa ceremonia, dice Santo Tomás, que era hombre verdadero, contra el error de los maniqueos, que solo le concedían un cuerpo fantástico y aparente; contra los apolinaristas, que le atribuían uno espiritual y sustancial a la misma divinidad; contra los valentinianos, que defendían que el cuerpo de Cristo era de materia celeste. Cuarta: quiso dar ejemplo de perfecta obediencia a la ley en todas las circunstancias que esta prescribía. Quinta: quiso, dice el Apóstol, cargarse Él mismo con el yugo de aquella ley que venía a abolir, poniendo fin a todas las ceremonias legales, al mismo tiempo que él las observaba: porque con aquel acto de religión él solo daba más gloria que le podían dar todos los hombres juntos, por la más exacta observancia de la ley hasta el fin de todos los siglos.
Es muy probable que el Salvador del mundo fue circuncidado en Belén y, según San Epifanio, en el mismo portal donde nació. La ley nada determinaba, ni en orden al lugar, ni en orden al ministerio de aquella operación. Se hizo al octavo día de su nacimiento, según lo ordenaba la misma ley; porque habiendo venido el Salvador del mundo para cumplir la ley y los profetas, y para llenar perfectamente todas las obligaciones de la religión, quiso observar esta ley hasta en las más menudas circunstancias.
Acostumbraban entonces los judíos no poner nombre a los hijos hasta el día de su circuncisión. No era precepto expreso de Dios, sino estilo inconcuso, fundado acaso en el ejemplo de Abram, a quien Dios mudó este nombre en el de Abraham el día en que le mandó se circuncidase. Por otra parte, parecía puesto en razón que, para dar al niño aquel nombre por donde había de ser conocido en el pueblo de Dios, se aguardase al día en que había de ser incorporado en el mismo pueblo por medio del sacramento instituido por Dios para este efecto. Y es verosímil que, por la misma razón, nosotros también ponemos nombre a los niños en el Bautismo, por cuyo medio se hacen miembros del cuerpo místico de Jesucristo, y son parte del verdadero pueblo de Dios, pasando a ser hijos de la santa Iglesia.
Recibió el Hijo de Dios el nombre de Jesús en el día de la circuncisión, como el ángel se lo había prevenido a la Santísima Virgen, antes que le concibiese en sus entrañas (San Mateo 1). Parirás un hijo a quien pondrás por nombre Jesús; porque salvará a su pueblo, y le librará de sus pecados.
¡Cuántos misterios se encierran en este solo misterio! ¡Qué lecciones tan importantes nos da! ¡Qué ardor, qué ansia la de Jesucristo por cumplir todas las obligaciones de la religión! ¡Con qué exactitud obedeció a la ley! ¿Pudo anticiparse más a darnos las mayores muestras de amor? ¿Pudiéramos nosotros lograr otro Salvador más digno de todo nuestro corazón, más acreedor a todos nuestros respetos? ¿Podíamos nunca tener ejemplar, ni modelo más perfecto? ¡Y cuánto condena esta exacta obediencia de Jesucristo aquellas demasiadas indulgencias, aquellas vanas interpretaciones de la ley, aquellas frívolas dispensas con que pretendemos eximirnos de ella! ¡Cuánto confunde nuestro orgullo esta anticipada humillación del Salvador! ¡Qué remedio tan poderoso serian estas primicias de sus dolores para curar las delicadezas de nuestro amor propio, si nos embebiéramos bien en el espíritu de este misterio!
Se acabó en Jesucristo la circuncisión antigua, porque él mismo vino a establecer la nueva; pero no nos dejó, dice el Apóstol, una circuncisión exterior de la carne: In expoliatione corporis carnis, sino una circuncisión interior del corazón, que se hace con el fervor del espíritu (Colosenses 2): Circumcisio cordis in spiritu. Sin esta circuncisión del corazón, es decir, sin cortar los deseos inquietos y vanos, los deseos mundanos y desordenados, los deseos inmoderados e ilícitos que nacen dentro del corazón, que le estragan y corrompen; en fin, sin aquella mortificación generosa y perseverante de nuestras pasiones, vanamente nos preciamos de discípulos de Cristo, solo porque exteriormente estamos, por decirlo así, marcados con su sello.
Esta interior reforma del corazón humano es la que llama San Pablo propiamente la circuncisión de la ley de gracia, cuando dice que nosotros los que servimos a Dios, somos hoy la misma circuncisión (Filipenses 3): Nos enim sumus circumcisio, qui spiritu sercimus Deo. Es la vida cristiana una vida de circuncisión y de cruz. Por más que lo resista el amor propio, por más que la carne repugne, no se puede reconocer el verdadero cristiano sino por este sello. Quien no tiene este espíritu de mortificación interior, debe ser reputado, por decirlo así, como incircunciso.
Es de notar que la fiesta de este día, antiquísima en la Iglesia por la devoción que siempre tuvieron los fieles a este misterio, se celebra ya con título de la octava de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, ya con el de la Circuncisión, y ya con el de la fiesta particular de la Santísima Virgen.
En el Sacramentario romano, el Papa San Gregorio junta la memoria de la circuncisión de Jesucristo con la octava de su Natividad, y con la solemnidad de la Santísima Virgen su madre. La Iglesia con el mismo espíritu parece que también celebra hoy estas tres solemnidades en el oficio y en la misa del día; porque el introito, el gradual y el ofertorio son de la octava de la Natividad; la epístola y el evangelio son del misterio de la Circuncisión; y las oraciones son en honor de la Santísima Virgen que, habiendo tenido tanta parte en estos misterios, no era razón quedase olvidada en la solemnidad de este día.
Fue singular disposición de la Divina Providencia que, siendo el día de hoy el primero del año civil según el modo de computar de los romanos, que daban entonces la ley a todo el universo, fuese también el primero del año cristiano.
Acostumbraban los gentiles, por una especie de antigua superstición, celebrar con toda suerte de desórdenes el primer día de enero en honor del dios Jano y de la diosa de las estrenas, pero habiendo sido santificado este día por el Salvador del mundo con las primicias de su sangre, no perdonó la Iglesia medio ni arbitrio alguno para mover a los fieles a santificarle con piedad verdaderamente cristiana, aboliendo la memoria de las profanidades gentílicas con la modestia edificativa, y con los ejercicios de penitencia y de devoción, en que desea se empleen todos sus hijos.
Habiéndose introducido poco a poco, aún entre los cristianos, los regocijos profanos de las calendas de enero, encendieron el celo de los santos Padres contra la fiesta de las estrenas, y en los primeros siglos de la Iglesia introdujeron en ella el ayuno de los tres días últimos del año y de los tres primeros del siguiente, como se lee en el canon 17 del segundo concilio Turonense. Pero destruido después enteramente el paganismo, la misma Iglesia tuvo por más conveniente quitar el ayuno universal en todo el tiempo que hay desde la Natividad hasta la Epifanía, reputándole por tiempo pascual (Cone. Turon. can. 17): Omni die festivitates sunt; y se contentó con inspirar a los fieles un grande horror de las costumbres paganas, exhortándolos a santificar el primer día del año y los siguientes con extraordinaria edificación y piedad.
¿Se podrá ver sin lágrimas, exclama el célebre Faustino, lamentando las extravagancias de los paganos de su tiempo, se podrá ver sin lágrimas a esos mentecatos corriendo de calle en calle desde los primeros días del año, disfrazados con máscaras ridículas de todo género de figuras, dar brincos de alegría, porque se ven trasformados en fieras y en los más viles animales? Este es el verdadero origen de las fiestas del carnaval, y estos fueron los primeros autores de las máscaras.
Horrorízate, continúa este Padre, horrorízate de los escandalosos desórdenes que muchos cristianos no se avergüenzan de imitar. No quiera Dios que jamás manches tus ojos con la vista de las extravagancias y de las locuras de esos insensatos. El cristiano, que tiene algún pudor, nunca debe ser testigo de estos espectáculos.
Predicando San Agustín contra los excesos que se cometían en aquellos primeros días, mirándolos como reliquias del paganismo; ¿es posible, decía, que sigáis las mismas costumbres, y que cometáis los mismos excesos que los paganos, vosotros que hacéis profesión de ser cristianos (Sermón 17)? ¿Cómo se compone vuestra religión con vuestras costumbres? ¿Cómo se ajustan esas diversiones con vuestra fe y con vuestra esperanza? Hermanos míos, si de hoy en adelante queréis proceder como cristianos, esta debe ser vuestra conducta.
Los gentiles, a título de estrenas, hacen hoy regalos supersticiosos; pues haced vosotros limosnas caritativas. ¿Concurren ellos a sus festines, convidados de las músicas peligrosas, de las voces halagüeñas y de los cantares provocativos? Juntaos vosotros en vuestras casas a conversaciones piadosas, o cuando menos, honestas. ¿Corren ellos a las plazas, a los teatros? Corred vosotros a las iglesias. ¿Se entregan ellos a la embriaguez, a los excesos en banquetes desarreglados? Santificad vosotros el primer día del año con el ayuno. Y cuando por la solemnidad del día os parezca que no es razón ayunar, por lo menos que reine la sobriedad en vuestras mesas, y procurad dar en todo buen ejemplo por medio de una cristiana modestia.
MEDITACION SOBRE El MISTERIO DE LA CIRCUNCISION.
Considera que caro costó a Jesucristo el empleo de Salvador de los hombres. Un nacimiento pobre, una vida laboriosa y humillada, lágrimas de infinito precio no bastaron, o no se contentó con ellas, para adquirir el título, de nuestro Salvador. Quiso que nuestra salvación fuese de más alto precio. Había de comprarla con su muerte, y no recibió el nombre de Jesús hasta que derramó las primicias de su sangre; y esta primera efusión no fue más que una como prenda de otra redención más abundante.
¡Oh mi dulce Jesús, y cuánto os cuesta el haberme amado tanto! ¿Pero qué ventaja sacáis vos de un empleo tan gravoso? En vuestra voluntad estuvo aceptar o no aceptar la muerte, sin perder nada de vuestra infinita gloria; no ignorabais vos que ibais a obligar a innumerables ingratos; pero el inmenso amor que nos teníais prevaleció sobre todo. ¿No seré yo sensible alguna vez a una caridad tan benéfica? ¡Qué caro os cuesta, mi dulce Jesús, el empleo de Redentor, y el derecho, por decirlo así, de hacerme bien!
¡Qué amor debo profesar a un Salvador tan benigno! ¿Y cuál ha sido hasta aquí mi reconocimiento?
No hay cosa más opuesta a la majestad y a la santidad divina, que la humillación que se funda en el pecado. Por todo pasa el Hijo de Dios cuando se trata de salvarnos; cargándose hoy con la marca de pecador, se carga también con toda la confusión que trae consigo; compadecido de nuestra desgracia, prefiere la ignominia de la muerte, y muerte de cruz, a una vida dulce y tranquila. En esto se empeña por medio de su circuncisión. Ninguna otra víctima de inferior precio bastaría para borrar el pecado del mundo; esto es lo que cuesta nuestra salvación. Concibamos por aquí lo que valen nuestras almas. Ciertamente era menester, amar mucho a los hombres, para quererlos salvar a tanta costa.
¡Oh mi buen Jesús, qué dolor, qué confusión es la mía, por haber correspondido tan mal hasta aquí a una ternura tan prodigiosa! Apenas habéis nacido, cuando ya me mostráis el exceso de vuestro amor por la efusión de vuestra inocente sangre; y me veis aquí a mí, quizá en el fin de mis días, que, habiendo sido tan gran pecador, acaso no os he correspondido con una sola lágrima. Pues a lo menos, Señor, dignaos de recibir lo que me restare de vida, que yo os la sacrifico toda desde este mismo momento.
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
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